lunes, 9 de noviembre de 2009

... más allá del arrojo, cerca del deseo, ...

Aquello último que llamo desnudez. Pene. El bello de mis glúteos en el desamparo de un mar vegetal. El viento, que mece cada espiga, las empuja contra la más blanca piel, esa puerta de la calle de mi cuerpo. Este campo es echarse a la calle, se muestra tras los portales. La calle se extiende hasta todo aquello que no soy yo. Primeros atisbos del fresco invierno. Invierno de sol apagado, luz uniforme. Desnudo en mitad de un campo arrasado por la furia infantil del viento, por la luz gris de una tarde sencilla. El resultado de ser provinciano y rozar la otra piel, la que dibuja el anhelo en el cuerpo próximo, es un alarido callado que reposará junto a un árbol milenario, junto a unos aperos, sepultado para siempre en la humedad. El viento silva entre las piernas del deseo, mientras el tacto arranca la electricidad de una nube cercana. Sólo en mi encontrará ese cuerpo el calor suficiente.

lunes, 26 de octubre de 2009

Otoño

Una suerte de lluvia escasa y remolona cae sobre el vidrio de la ventana. Se mezcla con el polvo de la cara exterior del cristal trazando breves líneas ocres. Delante está ella, sentada en la mesa central de la cocina, que recibe la escasa luz que entra acentuando parte de su pelo y uno de sus hombros. Se cuida de saludarme. Toma un café mientras suena esa ópera, la Bohème de Puccini casi con toda probabilidad. Las cuatro cervezas del almuerzo revolotean mi conciencia, he quedado transpuesto en el sofá del salón y las llevo agarradas a la lengua, a la garganta, al esófago. Casi estoy soñando aún, pero soñando con nada, cuando emito un sonido gutural a modo de saludo:
— …
— ¿Qué?—, el aire sale de su boca a regañadientes y los fonemas se dejan entender ayudados por la costumbre.
— No. Nada— las palabras se pegan a las paredes secas de mi boca. La idea otoño, apuntada, casi carente de significado, aflora a mi mente. Y a medida que se va haciendo presente, cobrando significado, la identifico con nosotros, con ambos.
Esta mujer, a saber quién es, se levanta y sube el volumen del reproductor de cedés. Entre los dos se forma el cómodo obstáculo del sonido.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Insomnio

Este agosto oscuro y estrellado se pega al cuerpo desnudo, se hace presente mediante una película de sudor, un humor ligeramente graso, como el híbrido que formaría una gota de aceite de oliva mezclada a fuego lento en un recipiente sucio al que se hubiera vertido un litro de agua salada. No hace más de unos pocos minutos de la última ducha y la higiénica humedad, deliberadamente olvidada sobre el cuerpo, ya se ha tornado en ese envoltorio pegajoso. Alguna nocturna sirena de ambulancia, servicio de urgencia, se ha dejado oír en la distancia dilatada por el calor que asfixia a la ciudad. En el exterior de la oprimida habitación una de las bombillas, ocultas en el interior del rótulo del hostal, está parpadeando, a punto de dejar de ser útil, y su luz albina modula la intensidad de la escasa iluminación que penetra en el exiguo cuarto. Esa luz, de un albor limpio que contrasta con el rótulo del que procede, muestra al joven tirado sobre unas sábanas impregnadas del oleoso elemento que cubre su piel. El parpadeo luminoso hace evocar al muchacho una película de cine cuyo motivo es la ciudad de Nueva York y la intermitencia regular y previsible de un neón de color rojo.
Allí, de donde procede, cerca del mar abierto, la brisa ayuda a conciliar el sueño. El calor que conoce, que le es habitual, es seco. Aquí la humedad marina es algo quieto que forma parte de la ciudad, y el calor de esta noche —tanto es que es un castigo—, la fija a cada uno de sus rincones, impide que se renueve. Es una humedad rancia.
Ha dejado atrás lo conocido. Saltado al vacío asido a unos pocos billetes. Hasta ahora sólo ha conseguido pasar las noches en vela. Y el tiempo pasa lento. Lento en la piel, en los sentidos; mucho más fugaz en el bolsillo. El calor, la fatiga provocada por la vigilia, la humedad pegajosa, esta ciudad agotadora no dejan pensar al arrojado muchacho. Necesita hacer pie, centrarse, poner las ideas claras. Ha pensado largamente en aquello, realizar esa llamada, que quizá sea el modo de empezar.
Alarga la mano sobre la escueta mesita y recoge la cajetilla de cigarrillos deforme por el uso compulsivo. Busca con los dedos hasta desgarrarla, y descubre que está vacía. Lanza el inocuo amasijo de papel y celofán por la ventana, agrediendo así a la ciudad que lo castiga.
Es este calor que desordena las ideas, las frena y adormece, ralentiza la actividad de la mente. No puede haber otra explicación que justifique la acción anterior. La pequeña luz al fondo del callejón oscuro en que se ha convertido el proyecto de establecerse, el endeble hilo del que tirar con la remota posibilidad de sacar algo con lo que asirse a esta ciudad voraz, aquello que quizá permitiría hacer pie a ambos lados de sus enormes fauces devoradoras, viaja por el espeso aire detenido en la calle. Es todo culpa de la ausencia de un viento que lo renueve todo. Es todo culpa de este insomnio que lo hace miserable y obtuso.
Se dice que tiene que recuperar la cajetilla a toda costa. Sólo aparentemente está vacía. Incluye la que considera su última opción. A su favor la certeza de que el viento no la llevará lejos. Busca en el interior del armario, va quedando poca ropa no usada, lo más ligero que poder vestir está usado. La sola idea de cubrir el cuerpo lo lastima.
Siente que sin la cajetilla se cierne la oscuridad, se cierran las puertas, concluye el proyecto. Su intento de hacerse ciudadano, en el sentido más estricto del término, se desvanecerá con la constatación definitiva de su pérdida. Se niega, aunque con indolencia, agotado por el calor. Necesita esa cajetilla de cigarrillos. Tiene acabadas las fuerzas, retornará a su realidad vacía, tiene que depositar la escasa y mermada fuerza de su arrojo en la búsqueda de ese maldito paquete de tabaco. Es un imperativo.
Para poder cubrir el torso con la blusa que ha elegido, una medianamente limpia entre las escasas opciones, precisa una ducha. Al fin y al cabo ningún viento enojado arrastrará lejos la arrugada cajetilla, serán cinco minutos. Mira de frente, tiene contados los dieciséis pequeños orificios surtidores de vida, ve salir los minúsculos chorros y cierra los párpados bajo el frescor. Cajetilla. La imagina quieta y silenciosa, calmada, deleitada en la soledad tranquila de la madrugada, en medio de la acera, quizá sobre el asfalto abrasado de la calzada, como mucho apoyada en el bordillo, quizá entre los coches, oculta, extraviada para siempre. Crece la ansiedad. Necesita hacerse con ella, sin embargo el agua recorriendo su cuerpo lo tiene parado. Confía en que el frescor ordene sus ideas. Pero es una sensación efímera, el agua, como todo en esta ciudad, acaba estando caliente.
El sonido de unas sirenas está clavado en la lejanía. Las puertas de la calle están abiertas. No corre la más mínima brisa. La noche oscura se cierne más allá de la luz de las farolas. Ya en el exterior, para orientar la búsqueda, indaga con la mirada sobre la fachada del edificio intentando identificar su habitación; el parpadeo de la luz del letrero consigue que se sitúe. Al mirar sobre la posible zona en que debería encontrar la ansiada cajetilla percibe el hedor de un desbordado contenedor de basura. En la oscuridad, con premeditada discreción, equidistante entre las luces de dos farolas, el surtidor del mal olor, hostigado por la temperatura reinante en la ciudad, se ha parapetado tras un círculo de grosera inmundicia olfativa que se hace más intenso a medida que se estrecha su perímetro. Según los cálculos del joven, internarse en él es ineludible.
Para recuperar la cajetilla se sumerge en efluvios intensos y desagradables. Alrededor del contenedor escasea la luz. Tiene puestas sus esperanzas en encontrar la cajetilla fuera del núcleo pestilente. Merodea fijando la mirada con disimulo a pesar de estar solo en la ciudad. Va creciendo la sospecha. La sucia tapa del contenedor está abierta y se apoya en las cajas acomodadas sobre un costado que no han tenido cabida. Sería imposible cerrarlo, desde el interior se eleva una pirámide de suciedad mal contenida en bolsas desgarradas. Quizá la fortuna, esquiva, hizo que el maldito paquete fuera a parar al interior.
Por fin no tiene más opción que acercarse al contenedor. Ahora el obstinado e inconmovible calor, sumado a la creciente y agobiante pestilencia, lo introduce en una nebulosa que se hace presente hasta avasallar sus flaquezas, se hace sólida, como una nube espesa e irrespirable, y se instala en las sienes, y la mirada se turba. Se hace pesada y agota las fuerzas, y especialmente la voluntad. Con creciente agotamiento, con asco, se asoma al contenedor, observa el montículo degradado, las bolsas incapaces de cumplir su función, derretidas, quebradas.
Aquel estado de fétida embriaguez lo hace dudar, quizá no es tan trascendente seguir en la ciudad. Su idea de esta ciudad, la conocida, la que lo derrota cada día, no es el reflejo de aquella platónica idea que albergaba su deseo, esta es hija de otra figura, distinta y oscura, pálpito de otra idea, la de un exabrupto asfixiante, la de una patada que habita el mundo de las ideas.
Se apoya en el contenedor, tocando con sus manos algo pegajoso entre plástico y orgánico. Se asoma; el hedor nubla su conciencia hasta el extremo del abandono. Cae. Se sumerge. Se pierde.

Con el revuelo que se había armado a primera hora de ayer se habían ahorrado barrer en la zona delimitada por las cintas policiales. Sin embargo hoy el trabajo necesariamente se habría duplicado. A pesar de la existencia de las múltiples papeleras que se pueden encontrar aquí y allá, y la presencia del fatídico contenedor, los envoltorios convertidos en despojos inservibles, los cigarrillos a medio fumar, los excrementos y, en general, las suciedades más diversas poblaban el suelo de la calle.
El hombre se limita a barrer, como todos los días; quizá sí, sí mira de reojo el contenedor de basura, ahora vacío, pero no se ufana, al fin y al cabo ni él ni ella han sido autores del hallazgo. En lo sucesivo aquel contenedor será catalogado entre los profesionales del ramo como otro mítico contenedor; así ocurrió con aquel, a tres calles paralelas de aquí, en el que, en 1997, apareció un bebé recién nacido envuelto en una bolsa de Galerías Preciados atada con el propio cordón umbilical. Entonces el empleado del servicio de limpieza municipal de esa zona llegó hasta a jactarse de su hallazgo.
El barrendero municipal acaba de comentar con su compañera lo insoportable de el calor, como cada rato desde hace semanas. La mañana ayuda poco a combatir los rigores de esta temperatura que sigue atrapada entre la humedad de la agotadora ciudad. Mueve la escoba a lo largo de la acera con parsimonia. La compañera hace lo propio en la distancia, frente por frente, en la otra orilla del calcinado río de asfalto. Está habituado, eso sí, a los olores de toda índole. Quizá por ello no descubrió nada ayer.
Se dice que habrá visto, a lo largo de sus ya incontables jornadas de trabajo de auxiliar del servicio de limpieza municipal, un sin fin de cajetillas de cigarrillos arrugadas e irremisiblemente entregadas a su escoba. ¿Por qué entonces aquella llama su atención?
Había fumado aquellos cigarrillos cuando estuvo en Marruecos. Claro que sí. La tiene entre sus guantes, alisando su forma, en efecto eran estos cigarrillos rubios de nombre Marquise y cajetilla color verde. Él recuerda, como si fuera ayer, el peculiar sabor de la bocanada de humo de estos cigarrillos; se adherían con intensidad a la garganta. Aquí, entre el papel y el celo hay una tarjeta de visita, pero a él sólo le interesa recordar su viaje a Marruecos.

martes, 22 de septiembre de 2009

... desengaño dermoestético...

Poned crespones negros en las solapas, pues las tan admiradas tetas de mi vecina, por artificio de la ciencia médica, han aumentado notablemente. En un momento de los últimos días aparecieron sorpresivamente tras un recodo del edificio dos volúmenes apuntados, heraldos de su portadora, y pensé en aquella canción que decía que el Kilimanjaro es un sitio raro; dos montañas nevadas en mitad de Tanzania. Aquellos pequeños cerros adorados, con su elegante modestia, habían sido sepultados por una ingente cantidad de un polímero inodoro e incoloro de silicio. Quizás por ello la camiseta de mi vecina, que a duras penas contiene los dos picos imposibles incluso para Heinrich Harrer, reza: made in Silicon Valley. Pienso que podría decir: bien venidos a California.
Cuando coincidimos a solas en el ascensor, entre algo de miedo y un vago recuerdo de pulsión sexual, el sentido común me empuja hasta encogerme en el fondo. Sin argumentos sólidos me adoso a la pared a sabiendas de estar trasgrediendo la recomendación del fabricante: capacidad máxima de cuatro personas adultas. Mis dientes rechinan sin mediar palabra.
La sonrisa de mi vecina, en la nueva distancia, es luminosa. Se atisba entre los destellos de su nuevo fulgor un no sé qué de suficiencia. No creo que exista muralla que no se rinda ante el sitio de esas voluminosas glándulas que se sostienen practicando una suerte de equilibrio insano, trasgresor de leyes relacionadas con manzanas. Este fenómeno parece haber dado vida a los otrora ojillos oscuros de la dueña de las mamas de redondez impuesta.
Añoro la caída natural de sus senos en las antípodas del tamaño pesadilla; lloro la mesura, la imagen de dos tiernos cervatillos blancos y pequeños. Mi insignificancia no estará jamás a la altura de la voluptuosidad aerostática. Ahora sé que nuestro amor es imposible.

martes, 15 de septiembre de 2009

... letargo...

El primer chaparrón se desliza en nuestra tarde marcialmente, como un militar sonado y de piel tostada, licenciado del Tercio, que arribara todos los años a cortejar a una muchacha bonita, ahora entrada en años. Estas primeras aguas son su visita regular, son el desfile de este hombre a vuelta de todo, estas gotas repiquetean en la calzada al paso firme de sus botas. Gotas de final de verano, gotas que inician proyectos. Esto, que ocurre todos los años, nos sorprende con falsa sorpresa como si fuéramos esa muchacha cada vez mayor, acaso ajada, tras una celosía. Se apaga la luz del verano.
Me marcho, hoy empiezo en el gimnasio.

martes, 28 de julio de 2009

La pintora (esperando a Naim 6)

El hermoso patio de las Doncellas alberga, bajo sus bellos soportales, los cuadros expuestos por los distintos pintores. Filigranas de yesería sobre los arcos lobulados invitan al visitante a la contemplación. No puede ser imaginado entorno más propicio para admirar estas pinturas, criaturas de tantas madres diversas. Arracimado en grupos poco numerosos un público entusiasta los contempla al tiempo que cambia impresiones. De estos corros se desprende un murmullo sosegado que engalana la muestra con su música monocorde. Fatma apreció esta imagen tranquila a la entrada de la exposición. Bajo el dulce abrazo de la luz de un sol madurado por la tarde la exposición organizada por el Legado Andalusí transporta a un tiempo en el que se han detenido las urgencias cotidianas. Se respira la comunión de lo diverso. Esto ha arrancado a la mujer una sonrisa. Curva que permanece encendida por el bosquejo de sus blancos dientes.
— ¿Lalla Fatma? — pregunta alguien a su espalda.
— Lalla es un título demasiado grande para mi persona —. Responde tajante la mujer mientras se da la vuelta. Es consciente de que ha ido cobrando fama más allá de las fronteras de su universo pequeño y cotidiano, pero la pintora magrebí intenta desprenderse del título que últimamente la gente viene asociando a su persona, no se siente cómoda con él. — Ya existió una mujer muy importante en la Cabilia llamada Lalla Fatma. No sé si sabe que Lalla es un término bereber que significa Señora, y que tiene para nosotros un alto contenido de admiración y respeto. Pero… sí, disculpe, soy Fatma Berber. ¿Con quien tengo el gusto?
— Mi nombre es Ismael, pertenezco a la organización y conozco algo de su obra… “Lalla” Fatma Berber— el hombre acentuó deliberadamente el término escoltado por una cortés sonrisa que no desagradó a la pintora, quien entendió el cumplido. — Es un honor para nosotros tenerla aquí. Espero que el hotel sea de su agrado.
— Sin duda, muy confortable, gracias.
Junto a la remozada fuente habían dispuesto un modesto ágape sobre una mesita vestida con paño verde oliva. Fatma pudo observar el buen gusto y lo acertado de la organización pues estando invitados numerosos pintores del dar al-Islam no se veía la consabida copa de vino español. Se había acercado hasta allí de la mano del atento Ismael. La mesa contenía frutos secos y té servido en sutiles vasos de cristal ornamentado.

lunes, 6 de julio de 2009

Esperando a Naim (5)

El sobre que tengo en mis manos es parco en palabras; “para Fatma” aparece escrito en el centro con letras grandes y estilizadas, y en la esquina inferior izquierda, con bastante más modestia, veo la palabra Naim escrita con caracteres árabes. Mi sonrisa es amarga ¿quién más habría de llamarse Fatma? En la plaza, entre las mesas, la actividad luminosa sigue, ajena a esta mujer venida de otras tierras. Me siento afligida. He puesto todas mis esperanzas en el reencuentro con el amigo perdido. He llegado a un punto de mi vida en que la mirada está fija en el pasado, por eso quiero aprovechar mi estancia en Sevilla más allá de la exposición que me ha traído aquí. Hace tiempo que he comprendido que el tránsito humano es una elipse y que, a mi edad, he superado la curva álgida de mis días. Sobre el alto taburete se encuentra una mujer adulta con la voluntad sosegada de amarrar los cabos sueltos de su existencia. En los primeros días de mi juventud uno de estos cabos sueltos fue Naim.
Permanezco inmóvil un tiempo, queriendo adivinar una nota trazada por sus hábiles manos, una disculpa más o menos elegante. Miro el objeto frío que descansa en mi mano. No tengo el arrojo de abrir el sobre. Calzo mis pies, pago mi cuenta, recojo mi bolso de viaje, y en uno de sus bolsillos introduzco el sobre.
Cerca de aquí hay una parada de taxis.

viernes, 26 de junio de 2009

Esperando a Naim (4)

Las palabras del niño Naim me conducen hasta el verbo del nuevo Naim. Quizás porque mis talones dolidos ansían su llegada. Pero no hago otra cosa sino evocarlo a través del teléfono; el timbre de su voz, ajeno y sosegado, impropio de la imagen infantil que conservo, reclama mi atención, me invita a descubrirlo como nuevo, despegado e independiente de aquel niño hábil y admirado. La cadencia de sus palabras me llegan al oído con la dicción de un adulto, no hay nada en la música de su voz que me recuerde al niño. Es la voz de un extraño.
Me subo a un taburete alto y me tomo la libertad de desnudar mis pies. Imagino a las palomas flirteando con mis zapatos abandonados como dos exóticos extranjeros y esto me provoca una sonrisa cuya forma no puedo sino imaginar también. Los benignos rayos de sol hacen sonreír, a su vez, a mis pies.
A la puerta del establecimiento ha salido ese camarero tan atractivo de antes. Mira concentradamente a los clientes que estamos en el exterior. Cuando sus ojos se detienen en mí, sin razón alguna, aflora a mi rostro un leve rubor. Sorprendentemente se dirige hasta aquí.
— Disculpe señora —me dice— ¿su nombre es Fatma?
— ¿Cómo? Sí, ese es mi nombre — le respondo pero me suenan altivas mis palabras y cambio la entonación confiando en la mejor de mis sonrisas y mi blanca dentadura— Supongo que no tiene usted dotes para la adivinación y que ahora me dará una explicación.
— Claro, disculpe. Un mensajero ha enviado un sobre dirigido a: Fatma. Supuse que usted podía llamarse así.
— Claro ¡qué tonta! Gracias.
El hombre dejó el sobre en la mesa. Al poco el empleado de la agencia de mensajería, que aguardaba en la distancia, me invita a firmar la recepción. No me he interesado por adivinar el remitente, ya intuyo el fracaso de mis espera, lo estéril de mi viaje.

jueves, 18 de junio de 2009

Esperando a Naim (3)

Aislado como un anciano perdido se alza entre las piedras diseminadas por la suave pendiente. Lo llamamos el Árbol, como si esta nominación lo identificara entre miles. Él fue soporte de nuestros juegos desde siempre. Al pie de su desvencijado tronco una piedra parecía hacer las veces de asiento, pero ambos sabíamos cual era su función. Bajo esta piedra el color y la compostura de la tierra evidenciaban que algo se ocultaba deliberadamente. Siempre dejaba hacer a Naim, mis ojos se sumían en el acto placentero de la contemplación de sus manos. Ayudado por cualquier cosa Naim retiraba con sumo cuidado la primera tierra para ir buscando las aristas, de esta manera ante mis ojos se iba formando un rectángulo. Con el tiempo y el trabajo certero de sus dedos la caja metálica afloraba.
Entonces una caja de metal tenía un valor muy por encima del que tendría ahora para nuestros hijos, en si misma era un objeto preciado. La nuestra había sido concebida para albergar unos suculentos dulces de membrillo en la tienda de la Marina, junto a la escuela. Habíamos estado día sí y día también expectantes hasta que los dulces de membrillo fueron desapareciendo lentamente de su interior, Naim y yo entonces no comíamos otra cosa. La Marina se había comprometido con ambos en que nos la regalaría.
— ¿Para que queréis la caja?— nos preguntaba la tendera.
—Para nuestros tesoros— escucho decir a Naim.

jueves, 21 de mayo de 2009

Esperando a Naim (2)

Aquella primavera anduvimos saliendo todas las tardes como dos rayos ansiosos. En un instante, igualmente iluminados, dejábamos atrás al resto de niños. Si mirábamos a nuestras espaldas, siempre sin dejar de correr, los veíamos diseminados por el camino que descendía serpenteante entre los huertos. La escuela quedaba allá, en lo alto del camino, olvidada. Torcíamos las curvas pedregosas trazadas por las escuetas tapias de piedra de los cercados con la dificultad que proponían la inercia de nuestra carrera y la hostilidad del terreno. Nuestros cuerpos, ligeros y flexibles, salvaban las consecuencias de nuestra temeridad. Esquivábamos la fatalidad, con la intrepidez de nuestra juventud, ayudados por el escaso peso de nuestras carnes. Como mucho, en algún recodo, las suelas gastadas de los zapatos se deslizaban por la tierra cubierta de pequeños cantos rodados sin que nuestra voluntad pudiera oponer resistencia. Cuando yo iba delante sentía cómo era observada por Naim y fantaseaba con la idea de que su mirada buscaba entre los calcetines y la falda mis pantorrillas doradas. Entonces yo resultaba una feliz y elegante patinadora. Si cierro los ojos puedo sentir los múltiples impactos de los diminutos guijarros.
Durante el trayecto no cruzábamos palabra alguna y eran nuestras respiraciones y sonoras pisadas las únicas contribuciones que aportábamos al sonido uniforme de la tarde. La comunicación con mi amigo era absoluta. Ambos compartiamos la certeza de nuestro destino, el secreto que hoy trae a mis labios la curva de una ligera sonrisa.

lunes, 20 de abril de 2009

Esperando a Naim (1)

El tiempo habrá dulcificado, quizá, las aristas de su rostro, y habrá dejado sobre éste las erosiones que trae la calma, la experiencia de vida que sucede a las tempestades, sin brillo ni oropel. El gigante que fue, será hoy un hombre, sin más, en cuyas manos limpias descanse el roce de un ser querido. Me digo todo esto convencida de ello, o porque necesito llevar a mi puerto el deseo de que así sea. Ansío que las aguas de su marea tranquila arriben a mi y descubrir en ellas a un nuevo Naim, un hombre adulto vencido por el tiempo, y por ello magnifico. Deseo para mis ojos esa constatación, ningún sobresalto, acaso una lágrima suave perdida tras las lentes de mis gafas. Sin duda albergo la esperanza de que sus ojos se apiaden de mis formas y lleven a Naim una imagen aceptable de la mujer que soy.
Es un día agradable. Esta plaza de la Gavidia, como tantas otras en esta ciudad, resulta acogedora y bulliciosa, en ella confluyen los avatares de habitantes y viajeros. Observo esta actividad deleitada en nimiedades. Sus naranjos, menos altivos que las palmeras, prestan cobijo limpio a la conversación de aquellos muchachos. Por entre sus ramas se cuelan los hábiles rayos de un sol benigno, dejando pinceladas de luz en los pantalones caídos de uno de los chicos. Bajo el banco contiguo a este animado grupo una pareja de palomas deambula sin rumbo. Su picoteo parece arbitrario.
Estos tacones me están matando, y a pesar de ello sigo aquí, en la puerta, junto a esta mesita alta, sin silla. Naim había dicho en el Dos de Mayo. Y hasta aquí me he dirigido desde la estación, con demasiada antelación quizá. Pienso que no habría sido mala idea pasar por el hotel para cambiar de calzado al menos. Padezco una mezcolanza de miedo tibio y anhelo que viene a ser un objeto pesado y voluminoso cimentado en mi estómago. A través del teléfono su voz transmitía reposo, así fue inspirada esta imagen nueva que me he forjado de él. Esta misma soltura, madurez y reposo de su conversación me tiene instalada en la ansiedad.

viernes, 17 de abril de 2009

viernes, 27 de marzo de 2009

leve (último)

Allí, perdida por fortuna, se ve. La muchacha más bella. En el óvalo de su rostro, escatimado al sol a lo largo de sus escasos quince años, estalla, en un artificio de luz blanca, una tristeza pequeña, fugazmente esbozada por los dientes que tiemblan. Delante de esa casa, ante el banco, en la escueta calle que es el mundo, allí deja Dita el regalo ruboroso de su tierna edad.
Allí recrudece el deseo, allí se destierra el daño por el daño. No se recuerda el momento en que la niña torció sus días calidos, se ha diluido en el devenir, en esa sucesión de días idénticos que lo transforman todo. Llegado el horror, se esfuma. Desde la ventana la vemos desnuda, impaciente. Son las 20:00 horas en este instante.


Nada nuevo acontece.
Desde esta ventana la observo. Mis ojos son una cámara que abandona la historia inconclusa de una muchacha. La imagen se empequeñece para abarcar la calle, la ciudad en su conjunto después. Observo allí abajo cómo una pequeña criatura, de la que casi no percibo ya su desconcierto, comienza a caminar entre las sombras. Es ya otra sombra más que ha esquivado al azar.
Resulta tan pequeña la imagen que cobro conciencia de mi, de esta habitación desangelada y oscura. La mirada penetra y cae sobre mis músculos dormidos. Son mis ojos omniscientes. Pronto se hará la luz en las paredes cenicientas y serán rescatados desde las sombras el monitor y este insano teclado. Recupero el movimiento. Impaciente, el cursor, parpadea. Usuario: JUAN. Después la contraseña, cuatro asteriscos que ocultan una palabra.

miércoles, 25 de marzo de 2009

leve 7

Y a las ocho de la tarde acontecerá aquello que conduce a Dita a ningún lugar cierto. Así fue escrito, fue dicho con los impulsos táctiles de un teclado, una orden que quedó fijada por breve espacio de tiempo en un servidor lejano. Así habrá de ser. Pronto la curva de una elipse se cierra para dar paso a otras órbitas minúsculas, pequeñas vidas que se estampen contra las paredes limpias de esta ciudad. Aunque se trate de un esfuerzo improductivo que concluirá sin razón, esta acción innecesaria, inútil, será cumplida en este punto gratuito: las ocho de la tarde.
Las 20:00 horas caerán sobre esta joven con estruendo. A pesar de su juventud Dita sabe que su acción quedará silenciada por una ciudad impasible, ajena al dolor. Ya aprendió que el revuelo es suplantado por el revuelo, pues las novedades son olas que se suceden, que envejecen a golpe de brusquedades nuevas. Ahora sus hombros se encogen ajenos a su voluntad, pero aún falta algún tiempo para el término exacto. Dita vuelve a su muñeca, a su reloj sincronizado. Si algo sabe de Dadá es su pulcritud con el tiempo. En este instante anterior la rodean las sombras de sus conciudadanos. Siente frío.

jueves, 19 de marzo de 2009

leve VI

Son las 17:51 horas cuando los músculos del rostro desdibujado de Dita se contraen con el propósito de amortiguar un golpe imaginado. Mira sobre su muñeca derecha pero sólo consigue adivinar la esfera blanca. Las manecillas de su reloj se han diluido en la película de humedad de su llanto mudo. Tras la cortina del tiempo un reloj de arena. El cursor se hace acompañar por este símbolo mientras se ejecuta el programa. Cuando Juandu se marchó Dita se apropió del ordenador. Siempre sospecho, o quiso creer, que él, en su repentina marcha, lo dejó para ella. De esto hace ahora unos cuantos de años.

DITA_15: me aburría
DADÁ%: Hola dita15
DITA_15: estaba haciendo las tareas del cole dadá.
DITA_15: DADÁ%
DADÁ%: Del cóle? Cole… ra
DITA_15: Jajajaja … estás enfadado??
DADÁ%: Enfa …… dado? y si es enfadada? Soy Dadá% ¿¿recuerdas
DITA_15: ¿Todos los días eres Dadá? Es la primera vez que entro en el chat…. Yo soy una chica y tu?
DADÁ%: una chica que hace sus deberes, con su lápiz y su papel
DADÁ%: eres bonita? Afro… DITA?
DADÁ%: … juraría que tienes 15 años, mira tú por donde. O quizá tienes 13, pero ansías tener 15.
DITA_15: tengo quince
DADÁ%: por qué quieres tener quice? Qué me harás cuando tengas 15

La conversación se empuja a sí misma hasta perderse en el extremo superior del monitor. La frescura esta abajo, el verbo vivo del teclado se sucede con presteza. Al sur las palabras se topan con instintos bajos, apuntan a un infierno cálido. Cuando nos asomamos a un precipicio jugamos con la idea de caer.

miércoles, 18 de marzo de 2009

leve 5

Bajaba la escalera con el dibujo en la mano cuando advirtió la llegada de Juandu. En el suelo del portal, a la espalda de su hermano, reposaba una caja. Sin conocer la palabra exacta no tubo problemas para traer a su mente la idea: aquella caja era sofisticada. El dibujo, que con tanto interés la había traído a la planta baja para recabar la atención de papá, fue relegado al olvido en uno de los escalones. Su hermano portaba ahora la caja y su sonrisa, que a duras penas emergía sobre ésta, era la más dulce de las sonrisas. Juandu, con el tiempo los sonidos se habían acomodado en aquel resumen fonético, mi dulce Juan, así era llamado por la mamá de ambos. Amplia y fulgurante, la curva de su sonrisa, bailaba sobre el cartón plastificado y bajo sus ojos encendidos, un brillo mágico anidaba en ellos. Dita percibió esto al instante, el interés por aquella misteriosa caja fue máximo.
Aquel objeto con maneras de electrodoméstico acabó siendo el ordenador, el primer ordenador, tan lejano para aquella niña. Tan cercano para esta joven. Pronto serán las 20:00 horas. Las lágrimas impiden a una Dita vestida de colegiala ver el movimiento incesante de la ciudad. Dos húmedos surcos excavan la artificial blancura de su rostro. Imagina fugazmente los ojos de los viandantes clavados en ella, la muchacha impasible y firme que llora. No acaban de parar pero ralentizan pronunciadamente el paso para observarla. Una loca más. De esto abunda en la ciudad.

lunes, 16 de marzo de 2009

leve IV

Llegadas las 17:45 horas esta línea de sus labios vibra golpeada por la pena como un sofisticado instrumento musical cuyo sonido no pudiera ser percibido por el tosco oído humano. En la superficie combada de sus cristalinas lágrimas se mira coqueto el movimiento incesante de la ciudad. Las elipses que traza la vida de esta urbe revolucionada suponen la actividad de un tío vivo frenético. Si algún individuo desdichado pierde contacto con el movimiento regular de este artificio, por inercia, acabará estampado contra las paredes de la historia minúscula de las gentes sencillas. La muchacha de rasgos orientales, entre silenciosos sollozos, se levanta. Se enfrenta al momento fatídico, la resolución es firme, no caben titubeos. Su rostro lo cruzan dos límpidos torrentes de tristeza. Su mirada vidriada la ayuda a inhibirse.
Hubo una vez en que Dita había sido pequeña de verdad. El aroma de los lapiceros de cera le llegaba al olfato en medio de la cálida placidez. La luz generosa inundaba la estancia. El papá de Dita estimaba y aplaudía cada uno de los dibujos que ella hacía. Todo en su universo se movía según el rito para el que había sido concebido, todo estaba en orden. En esta ocasión la cera verde se deslizaba sobre el papel allí donde la pequeña quería representar la hierba. Sobre este campo frondoso una casa se alineaba junto a un grupo unido por las manos, en el que Dita era representada con coletas y asida por papá y por su hermano Juandu, y sobre ellos un sol amarillo de sólidos rayos.

sábado, 14 de marzo de 2009

leve 3

Probablemente queda poco para que me abandone, pues es ya poca la conciencia que tengo de mí. No hay nada motriz en este tímido suspiro de identidad. Lo trascendente se mueve allí abajo, en el mundo. Quizá decir mundo es concretar poco. Las historias se suceden en parcelas acotadas. La mirada debe descender para contemplar el rostro de esa niña, qué digo… quién dijo niña, esa joven acaba de llegar. Ha mirado ha ambos lados de la calzada, mirado su muñeca izquierda y después se ha sentado en el banco sabiendo que son las 19:17 horas del viernes día 13 de marzo del año 2009.
La muchacha viste como una colegiala pero bajo sus vestidos se adivinan las formas de un cuerpo adulto, voluptuoso, que intenta sin éxito expandirse más allá de los tejidos que lo contienen. El rostro ovalado, más claro de lo común, recuerda a japones y geishas. Una línea severa circundada por un intenso rojo carmín transmite seriedad. El horno no está para bollos.

viernes, 6 de marzo de 2009

leve II

No guardo memoria del momento en que la luz abandonó este espacio. Del instante puntual en que las tinieblas hicieron de mi cuerpo un objeto inmóvil. Por ello, este habitáculo, que contiene la pesadez nebulosa de mi existencia palpable, cobra en mi conciencia identidad de caos, de mitología antigua dispuesta para el olvido. Todo él y la suma de mi yo físico conforman una unidad, una entidad que es una realidad lejana de la que procede una mirada. Todo esto es tan antiguo, resulta tan lejano, que hoy esta mirada soy yo. Y de este lado sólo existo yo, la mirada omnisciente que otea la ciudad, y sus márgenes, el emplazamiento del que os hablo.

viernes, 6 de febrero de 2009

leve

A través de los cristales observo como el día mueve a individuos y cosas de un lugar a otro de la ciudad, tengo una imagen parcial de esta actividad incesante, sé que la ciudad se extiende más allá de mi percepción, más allá de mi conciencia, pero sospecho que ese conocimiento acabará siendo relegado al mundo de los mitos, pues llevo un tiempo indeterminado encerrado en esta minúscula habitación y noto como el trozo de mundo que oteo se viene convirtiendo en el único mundo real, en aquello finito que completa este universo que se expande lastimosamente desde mi conciencia, a través de mi mirada.
No sé por qué continúo atrapado, si es mi voluntad culpable o si existen razones exógenas. Mis ojos están en la calle, eso es todo.

viernes, 23 de enero de 2009

... que ni Dios sepa en qué medida somos.

Amor, minúscula y risueña deidad, te maldigo; y maldigo aquella, tu caprichosa saeta pergeñada con la madera noble del ciprés. Y a ti, su madre, que arribaste a Citerea, nacida de la espuma del venturoso mar, Venus, te maldigo también, y maldigo a tu gemela transadriática Afrodita Cipris. Os maldigo cuando vuestro arte sigue depositando anhelos en las mismas razas, en el espejo genético de las carnes, en aquellos hombres, amantes y amados, que declaman los mismos versos. ¡Impedid esas homónimas pasiones; oh, inmortales! Pues ¿en qué, perversas deidades, engrandecen esos hombres el género humano al amar a quien aman? Sabéis que creció la humanidad en perfección tras la semilla depositada por el egregio Salomón en el vientre de la hermosura calcinada de la dulce reina de Saba; que avanzó la excelencia de lo homínido tras el cruce de deseos nombrados con distintos sonidos. Estúpidas divinidades mezclad lo oscuro con lo claro, lo alto con lo bajo, lo bello con lo bello, desterrad lo puro de la naturaleza humana, amalgamad el sonido del norte con el aroma del mediodía. Si es cierta vuestra excelencia haced un crisol humano de colores y sonidos, abigarrad el interior de cada casa. Haced esto y volverán los votivos humos grises desde los altares de nuevo a tributaros, con la excelencia de los aromas más preciados, con la gratitud y el miedo debidos a quienes caprichosamente hacen. Impedid este Amor previsible ¡oh, inmortales! y yo bañaré el ara de vuestros hermosos templos con la untuosa sangre del más rollizo de los carneros, y postraré a vuestros pies, ¡oh! graciosas deidades, ejércitos de devotas criaturas, cohortes de hermosa confusión.

Quizá entonces se solucionen algunos problemas.
Almanzurbillah

lunes, 19 de enero de 2009

Una mirada en el cristal

Vuelvo una y otra vez a aquella mirada. A su profundidad. Abismo al que quise caer, que me llamaba, al que me arrojé mediando mi voluntad. Un fulgor destellante nacía sobre una sonrisa leve, dulce y hermosa. En medio del día, arropada por el movimiento incesante de la ciudad, la mirada ineludible, entre cabezas de otros seres pequeños, se topó con mis ojos aburridos, encendiéndolos, dotándolos de necesidad, de razón de existir. Me creerán si les digo que aquel encuentro es un hito señalado de mi vida. Me creerán porque lo exijo, porque no me importa —ya no importa nada— que crean que vivo desde entonces bajo el influjo de aquel encuentro aparentemente trivial. Me dirán: infinitas veces las miradas desconocidas se cruzan; lo sé, pero aquella es la mirada mía, la que llevo guardada allí donde fraguo mis deseos, en el lugar de donde surgen mis pasiones, allí donde se rompe mi carne y huele a vida.

Llevaba separada de Daniel poco tiempo entonces. Tenía como quien dice adormecido el hábito de las miradas galantes. Ese delicioso juego que consiste en mantener las miradas unidas, sin un interés real, debatiéndose en un duelo distante con un desconocido. Apocada por todo lo nuevo que acontecía en mi vida, empequeñecida por la holgura de mi reestrenada libertad e inmersa en una reeditada mocedad, como si fuera una tímida adolescente mis ojos buscaron un respiro enseguida, fui batida por el profundo fulgor de aquellos brillos azabaches. Era imposible que la mujer cargada de tanto silencio acumulado sostuviera firmes sus defensas; imposible agredir aquella muralla, segura, firme, hermosa... Pero cuando hube retirado mis huestes de aquella fortaleza, por poco que hubiera durado el encuentro, ya era tarde, ya aquel hombre había encendido una luz, largo tiempo apagada, que iluminó la desvencijada idea que tenía de mi misma. Me sentí observada y mi mente se alegró, de tal manera, que llegué a interpretar que me deseaba, que me encontraba apetecible como encuentra apetecible el hambriento una verde manzana, que me sabía interesante, y me sabía bella. Aquel hombre había adivinado que yo era inteligente. Yo necesitaba esa mirada, esa mirada mía, la tomé y la guardé.

Normal, quería más. Volví a ella, a los ojos luminosos que me habían buscado. Ansiaba un nuevo combate, otra descarga, otra leve dosis de veneno soportable. Allí estaba, permanecía firme, sonriente. Fue un segundo. El autobús realizó un movimiento brusco que exigió de mí toda mi atención y que me obligó a asirme con fuerza a la barra; después paró. Hubo movimientos de cabezas que eclipsaron la visión ante mi escrutadora mirada. Y finalmente descubrí que la corriente humana había arrastrado al portador de mi mirada, a mi amado.

¿Cómo les diría?, no sé, aunque parezca estúpido sentí como ese vacío me llenaba, me apoyé en su ausencia para especular con total libertad. Imaginé que el hombre se acercaba, iniciaba una tonta conversación, que flirteaba, que rozaba mi cuerpo con el vaivén del vehículo. Lo imaginé de tal modo, con tanto ahínco, que lo creí. Creí que estaba pasando, que había pasado, que pasaría siempre.

Aquel día del encuentro bajé del autobús hermoseada por el rastro de esos ojos sobre mi cuerpo. Sentía como era observada, otros ojos recorrerían las líneas trazadas por aquella mirada, notaba las caricias de los ojos recorriendo mi cuerpo. Ellas espoleaban a mi cuello que alzaba con altanería mi cabeza dándome una nueva visión, otra perspectiva. Una sonrisa despertó músculos dormidos en mi rostro desde un tiempo remoto. Desde la parada del autobús hasta el portal de mi apartamento caminé de un modo nuevo, menos urgente, más señalado.

Cuando estuve en mi apartamento lo vi más luminoso, limpio, silencioso. Los ecos que me atormentaban, los sonidos que se obstinaban en no dejarme avanzar parecían estar ausentes. Pensé que la gruesa presencia de Daniel se había marchado. Aquel nombre trajo una sombra gris que entorpeció el momento, pero me repuse. Abrí cortinas y ventanas para inundar de higiene los rincones de mi nuevo hogar. Cuando mi mente quería volver a acontecimientos pasados, que brotaban de cada recodo de aquel apartamento, la engañaba, exigía ponerla a trabajar en otras ideas. La mirada de mi hombre, de mi autobús, volvía una y otra vez para curarme de mi obstinación.

Desnudé mi cuerpo con la intención de tomar un baño, no una simple ducha. Me insinué así ante el espejo. Pensé que de haber tenido el hijo, mis pechos no estarían tan firmes. Abandoné esa idea volviendo a mi mirada, a los ojos posados sobre mis pechos firmes, engañando a mis propios ojos, que siguiendo mis instrucciones precisas obviaban los trozos violáceos que jalonaban mi piel blanca, como si no existieran, como si nunca hubieran existido. Mis ojos eran los de él, y febriles recorrían mi cuerpo. Sumergida en el agua tibia me estimulé hasta el fin, fue la primera vez en mi vida y no me sentí sucia.

No sé con certeza qué me impulsó a ello, quizá un estado de júbilo irrefrenable. Me dirigí a la nevera y descorché la botella de cava que Daniel reservaba para una ocasión especial. «Cuando nazca nuestro hijo» solía decir y ahí se iniciaba una discusión y todo se enredaba. Bebí hasta la última gota. Me dije que quería consumir el último vestigio de su presencia, había manipulado la botella sin ningún miedo, y esto era una novedad maravillosa.

Mis amigos eran los amigos de Daniel. Colgué el teléfono antes de marcar ningún número. Tenía que festejar sola. Estaba hermosa con aquel vestido que ceñía mi cintura y alzaba mis pechos que se insinuaban gracias a la generosidad del escote. Era aquel vestido que odiaba Daniel, el verde con flores estampadas que tan bien me caía. Mi figura resultaba esbelta en el espejo; el cava hacía tambalear mis ideas pero no mi cuerpo, al menos yo lo percibía estilizado y firme. Me veía elegante y bella.

Tenía una idea vaga y maliciosamente intencionada de aquel lugar al que por supuesto nunca había ido y que compartía con el grupo de nuestros amigos. Lo cierto es que sabía que allí iban las personas a ligar. Un rubor aumentó el calor que mis mejillas soportaban por efecto del alcohol. Hacia allí me dirigí con decisión, cruzando el pañuelo verde sobre el cuello, aquel que nos trajimos de Marrakech.

Desde entonces las salidas fueron frecuentes, casi diarias. El establecimiento estigmatizado por los que fueron nuestros amigos era un punto de encuentro, un pub de esos para personas de nuestra edad. Solteros, divorciados, adúlteros, solíamos ir por allí para relacionarnos, para cerrar las heridas, apagar los vacíos que todos llevamos. A las personas solitarias la vida, en contra de lo que pudiera parecer, nos va vaciando, dejándonos huecos, de tal manera que el viento de los días silva entre los rincones desolados de una existencia excesivamente cargada de minutos. Yo personalmente buscaba mi mirada, esa que habitaba el mundo de las ideas con mayúsculas. Ella era el hito importante de mi vida.

Mi vida por lo demás resultaba insulsa. En tanto aparecía su dueño, el portador de aquella sonrisa, me acompañaban cálidos tragos que anestesiaban mi garganta. Con el paso de los días fui asiduamente. Adormecida por las copas y el intenso olor del ambientador de aquel lugar, me dejaba tocar, y tocaba sofocada por un calor interior, y si el día se me daba medianamente bien echaba un polvo.

Antes jamás hubiera sido capaz de construir esa frase. Con la mente sí, me refiero a que es sorprendente que ahora esas palabras las pronuncien mis labios. Eso lo aprendí allí, en el pub de tenue luz y cigarrillos humeantes, me desafiaba a mi misma a pasar de todo, todo era trivial en tanto llegaba mi hora. Pero sobre todo, lo que hacía en ese establecimiento era beber. Beber. Beber. Muchas veces no recordaba con quién había estado. Quizá deba decir: con quién había bebido, ya que eso es lo más señalado que puedo decir sobre lo que compartía allí. La realidad era que no ponía en pie a las personas concretas, los hechos, los recuerdos eran vagos, y a medida que avanzaba la noche, que se sucedían los tragos, las tinieblas eran un silencio total, absoluto, un dolor profundo de la memoria. Esto me angustiaba y hacía que decidiera dejar de ir para dejar de beber. Con ello renunciaba a él, a los ojos que me escrutaban a diario y que yo nunca alcanzaba a descubrir.

Luego volvía. Una y otra vez. Cada vez los días sin beber eran más extraños. Finalmente me despertaba en mi cama revuelta sin saber como había llegado hasta casa. Me duele la cabeza, todo el cuerpo. Me siento sucia y culpable. Desamparada y atormentada por la imposibilidad de recordar nada. Más allá de un punto vago se cierne un vacío nervioso y asfixiante. Al principio no era así, era divertido relacionarse con hombres que no eran Daniel, y a los que sí recordaba aunque sin mayor interés, me tomaba dos, tres copas a lo sumo. Empecé a sentirme culpable, eran ya cuatro, cinco güisquis. Luego seis.

Tenía entre los hombres asiduos al local cierta reputación. Pero conservaba aún la capacidad de volver a casa. La conciencia me hostigaba. En una ocasión volvía al apartamento y algo me asaltó desde la pared. La curva de la p estaba trazada formando un vértice como para acentuar el dolor punzante que me causaba. El edificio que contiene mi apartamento alberga a la derecha dos pisos y a la izquierda dos apartamentos por planta. Contando con que tiene diez plantas nada debía hacerme creer que yo hubiera inspirado aquel graffiti. Sin embargo al verlo lo adopté como mío. Puta. La tinta, debido a la poca porosidad de la superficie lisa de la pared, se había corrido formando lágrimas oscuras. Instintivamente imaginé el rimel de mis ojos, con toda seguridad al igual que en la pared otras lágrimas oscuras excavaban surcos a lo largo de mi cara. Yo me sentí la puta del quinto.

Puta era la palabra que la mujer que fui utilizaba para definir a la mujer que soy hoy. La misma palabra que después utilizó Daniel, tantas veces que dejó de tener significado.

A través de las lágrimas vi nuestro buzón de correos y sin llegarlo a apreciar adiviné el diminuto rótulo con los apellidos de Daniel y a continuación la escueta indicación: y Sra. Aquel letrero era mi pasado lejano. Lloré desconsoladamente emitiendo un llanto vivo. Me despreciaba a mi misma por añorar, infeliz de mí, el dolor antiguo. La soledad es dura también. Los sollozos inundaban el edificio. Tropecé en cada escalón, ebria y desconsolada había perdido la orientación, mis ojos no me ayudaban. Vomité en uno de los rellanos. Recuerdo que noté que la luz del interior del apartamento se dibujaba en la parte inferior de la puerta de entrada.

Más que de la mandíbula rota, o de la visión de mi propia sangre en un fluir irrefrenable, más allá de la aguda punzada del cráneo, el dolor que sentía, tan intenso, procedía de mi misma, se fraguaba en mis intestinos que sentía abrasados por el alcohol, nacía en mi cabeza, lejos de los golpes que propinaba a mi cuerpo Daniel. Su mano y objetos que esta sostenía caían sobre mí como con distancia. Como si la carne entonces fuera algo carente de importancia. Ese dolor construido por mi culpa me derrotó hasta el desmayo. Perdí el conocimiento.

Lo cierto es que no sé por qué estoy aquí. He oído vuestras historias, vuestros logros y caídas. Llegado mi turno esta es mi historia, la de una mirada atrapada en el fondo de un vaso. Vivo a caballo entre los golpes y los tragos y anhelo mi destrucción. Mi nombre es María. Y sí, soy alcohólica, pero quiero seguir siéndolo.