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El pequeño quería ser poeta, pero se hizo mayor sin que le rimaran los golpes de la vida, sin que la música inundara sus cada vez más espaciadas sonrisas; sus guiños a la Fortuna eran endecasílabos sin compás:
alcanzar la cima frondosa del árbol
magnífico enemigo de la niñez
cuyo recuerdo licua aún su frente
y el sudor transita su cuerpo entero...
Vivió momentos eternos, cuyo recuerdo, sublime, lo hace hoy temblar como un junco joven a la orilla del Mar Muerto. Una flauta de madera noble y aromática le cuenta su historia con un runrún de risas antiguas y de fogatas compartidas, más es huérfana, carece de melodía; como flauta es patética. El pequeño, que quería ser poeta, que tiene un pensar de dulce aunque torpe instrumento de viento, se mira hoy las manos. Aquellas manos honradas que temblaron ante el reto de subir a los árboles frondosos de su niñez. Mira sus manos y ve en ellas accidentes silenciosos de la vida, escollos que se ríen de la prolongada adversidad de la altura, durezas donde no penetra la música. Y sin embargo tiembla como hombre como tembló cuando niño. Y por ello las Musas le traen sus recuerdos, intranscendentes, confirmándoles, ahora sí, las rimas...
Cuanto hubimos cantado blanca luna,
que es hoy rumor estéril y olvidado,
que son notas cansadas del pasado,
lo rescata el Recuerdo por fortuna
y como a niño pequeño lo acuna
tal que fuera elegido por un hado
pues capricho es del ser en tal estado
pensar al azar, sin razón alguna,
mas trae ya la idea por oportuna
tras el absurdo con que la ha gestado
relegando razones de una en una
y siendo al instante sacrificado
argumento excelso o de noble cuna
pasando a ser capital lo evocado.
El hombre que fue niño, que quiso ser poeta, que fue trepador de su vida, recuerda intranscendentes momentos de su niñez, evoca el árbol cuya impericia fue incapaz de conquistar. Mas el árbol no está. ¿Habrá de subsistir perdedor hasta el final?
El hombre se responde: «Ña Ña» y se dispone a trepar un árbol posible, abundante y frondoso en palabras.
alcanzar la cima frondosa del árbol
magnífico enemigo de la niñez
cuyo recuerdo licua aún su frente
y el sudor transita su cuerpo entero...
Vivió momentos eternos, cuyo recuerdo, sublime, lo hace hoy temblar como un junco joven a la orilla del Mar Muerto. Una flauta de madera noble y aromática le cuenta su historia con un runrún de risas antiguas y de fogatas compartidas, más es huérfana, carece de melodía; como flauta es patética. El pequeño, que quería ser poeta, que tiene un pensar de dulce aunque torpe instrumento de viento, se mira hoy las manos. Aquellas manos honradas que temblaron ante el reto de subir a los árboles frondosos de su niñez. Mira sus manos y ve en ellas accidentes silenciosos de la vida, escollos que se ríen de la prolongada adversidad de la altura, durezas donde no penetra la música. Y sin embargo tiembla como hombre como tembló cuando niño. Y por ello las Musas le traen sus recuerdos, intranscendentes, confirmándoles, ahora sí, las rimas...
Cuanto hubimos cantado blanca luna,
que es hoy rumor estéril y olvidado,
que son notas cansadas del pasado,
lo rescata el Recuerdo por fortuna
y como a niño pequeño lo acuna
tal que fuera elegido por un hado
pues capricho es del ser en tal estado
pensar al azar, sin razón alguna,
mas trae ya la idea por oportuna
tras el absurdo con que la ha gestado
relegando razones de una en una
y siendo al instante sacrificado
argumento excelso o de noble cuna
pasando a ser capital lo evocado.
El hombre que fue niño, que quiso ser poeta, que fue trepador de su vida, recuerda intranscendentes momentos de su niñez, evoca el árbol cuya impericia fue incapaz de conquistar. Mas el árbol no está. ¿Habrá de subsistir perdedor hasta el final?
El hombre se responde: «Ña Ña» y se dispone a trepar un árbol posible, abundante y frondoso en palabras.