jueves, 23 de abril de 2015

... guayacán...

Quería con miedo, con reservas, desde la distancia. Recuerdo que la niña a la que yo adoraba tenía un crucifijo chiquito hecho con madera de guayacán que pendía de su estilizado cuello y que yo quería besar. Con ese beso pretendía que entrara en mí la magia de la divinidad, pero sobre todo estar cerca de Gladys. El blanco impoluto de su uniforme, de las monjitas de Pureza de María, hacía de su piel, por contraste, la superficie más hermosa de toda la creación. Toda su silueta inspiraba en mí un deseo. El deseo de ser mejor persona. También el deseo inmediato, inocente y concupiscente de tocar su plumier, u olerlo, oler cada uno de los lápices, oler la regla, tocar el cartabón inútil y hermoso. La idea de olerla a ella, tocar su cabello, se ocultaba en mí, en el fondo más profundo de mi conciencia, yo no me atrevía siquiera a pensar en ello. Imaginaba que objetos tan inmaculados, que toda ella, eran la pureza. Sentía ser yo mismo tosco y sucio. Esa suciedad que el jabón lagarto no arrancaba de uno por mucho que se esforzara. Era una suciedad que estaba dentro de nosotros, los míos, la gente del barrio más humilde. Un barrio orgulloso y esforzado. Pero uno sentía que ese estigma era visible más allá de sus límites.
La abuela colgaba un cubo con regadera en el patio y yo me duchaba a la intemperie, custodiado tan sólo por la empalizada endeble del patio de nuestra modesta vivienda. Ella se empeñaba en frotarme con sus manos enfundadas en manoplas, como lo hizo desde pequeñito, y yo me lamentaba por ello, protestaba, y dejaba hacer. Qué estúpido es avergonzarse de la humildad. Y ya puestos, qué estúpida es la vergüenza, cualquier vergüenza. Así era yo entonces, pequeño y triste, pobre. Sobre todo pobre.
                Pero en mi pobre concepción no cabía la resignación. Después de lavarme a conciencia me apresuraba a cruzar gran parte de la ciudad. La veía bajar del autobús escolar, cada tarde, veía su cabello sedoso, sus ropas impolutas y limpias, veía su crucifijo de madera de guayacán en la sima torpe de sus incipientes pechos, y la piel ensombrecida con gracia infinita por los rayos amables del sol de aquel barrio rico de la ciudad.
                «Gladys» la llamaban las compañeras en la distancia. Yo observaba y oía. Hablaban de meriendas y jugos de frutas, de reuniones y juegos, de las tareas conjuntas en tu recámara o en la mía. Alguna vez me crucé con ella sin que ella se cruzara conmigo. Yo no existía, era tan gris como el piso. El asfalto y yo, el mobiliario urbano, éramos la misma unidad informe, la ciudad, su camino a casa. Yo fui para Gladys lo cotidiano que no vemos aunque miremos.
                El tiempo pasó y después el otoño empezó a durar años. Y lo bello, y lo triste, todo pasó. Y mi vida convulsa y los acontecimientos. Todo pasó. Y pasó aquella niña linda que bajaba del autobús escolar con el crucifijo diminuto. Y en mí quedó una idea vaga. No sé por qué lo recuerdo ahora si jamás lo había mencionado. Ni siquiera a mi hija Gladys. 

miércoles, 1 de abril de 2015

Nazaret - Capítulo CERO

— ¿Tiene usted miedo?
— Hermosa.
— ¿Cómo dice?
— Eh… Perdón… No, no tengo ningún miedo, ¿y usted?
— Desde luego que no a volar. En todo caso, a veces, puedo llegar a sentir miedo de mí misma, de mis pensamientos—. La mujer sonrió de un modo particular, como quitando trascendencia a lo aventurado de sus palabras, y movió con gracia infinita su cabello oscuro y algo ondulado. En ese instante a mi mente vinieron dos imágenes que se confundieron en una idea sola. Por un lado Rita Hayworth en Gilda lanzando sus cabellos hacia atrás e irrumpiendo luminosa en la pantalla; por otro los hermosos rasgos de Encarna, la joven por la que había sentido una atracción pueril que me reducía a aquella torpe estupidez paralizante. Esta mujer también tenía un lunar próximo a los labios y unas pestañas pronunciadas por encima de unos ojos verdes, muy hermosos, aunque era mayor que aquella, y ese excedente de experiencia pesaba sobre sus hombros y fluctuaba en su mirada. Era muy atractiva y aún más porque no parecía consciente de ello. Yo la había estado observando con interés antes. Ella, ajena a mis elucubraciones, proseguía: — Lo realmente terrorífico es el aburrimiento, ¿no cree? Disculpe la osadía, resulta tan tedioso esto de viajar sola. Usted habrá notado que era tan solo un pretexto para conversar. Es claro que no teme a volar, resulta evidente—. Por aquellos días, al parecer, los aviones caían del cielo con relativa facilidad. Los noticieros estaban repletos de noticias superfluas, excesivas y nimias relativas a una catástrofe aérea reciente. Así que la pregunta no era tan descabellada. La mujer híbrida, mitad Rita, mitad Encarna, me hablaba desde el conjunto de asientos del otro lado del pasillo. En ese instante la ceñida e impoluta falda azul de la azafata se cruzó entre  nuestras miradas. Para cuando la azafata hubo cruzado la pasajera había ocupado mágicamente el asiento más próximo, el del pasillo. El mismo que ocupaba yo del otro lado. De este modo sus pestañas, tipo Encarna, estaban tan próximas a mí que podía distinguir cada pelo y como cada uno de ellos trazaba su armoniosa curva.   
— Pues no, la verdad, la muerte no me desvela por las noches— sonreí a mi vez. Por real que aquella afirmación pudiera ser para mí, ante aquella desconocida pretendía ser también un comentario jocoso, parejo al suyo, sobre el que insistí: — Al fin y al cabo ¿qué miedo se puede tener a morir? A veces pienso que debe ser una bendición. Leonardo Da Vinci decía que “una vida bien usada causa una dulce muerte”, por lo que…
— “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Lucas, veintitrés, cuarenta y tres—. Me interrumpió ella con solemnidad litúrgica y sin solución de continuidad se echó a reír sonoramente. Me di cuenta entonces que debía tener cuidado, mucho cuidado, ya que me podía enamorar de sus dientes blancos y de su encantadora sonrisa. Al instante se justificó:
— No me haga responsable a mí, ¿eh?, es usted el que ha empezado con las citas…—. Y de nuevo su encantador y sonoro carcajeo se dejó oír en el habitáculo de aquel Boeing 737-800.
— Por favor dejemos el usted— propuse—, mi nombre es Plácido.
— Por supuesto. El mío: Nazaret.
— Muy bíblico, como su cita. Reconozco que me está bien empleado. ¿Es usted creyente? En ese caso estará de acuerdo con mi reflexión anterior. No se debe tener miedo a morir, acaso ¿no es una bendición? Abolido hoy el infierno por su papá Francisco ¿qué miedo debe causarnos la muerte?
— Mi papa Francisco… —. Una sombra repentina y gris cruzó su faz. Su rostro se ensombreció. Fue acaso un segundo más largo que el segundo anterior. Al instante su sonrisa blanca resurgió en el óvalo armónico de su rostro. Para entonces yo había intentado eludir la alusión sin saber bien por qué debía hacerlo:
— Nuestro papa, el papa de todos los cristianos… Francisco es incluso el papa de Podemos. Confieso que yo no lo soy… en fin. No soy religioso. Y ¿usted?
                En el trayecto de Faro a Eindhoven, en el aire, allí donde radican los dioses, conocí a Nazaret, junto al suave sonido de unos motores, entre nubes lasas, blancas y grises, frente a un espacio puro y azul, entre idas y venidas de las personas que asistían el vuelo y que nos traían botellitas minúsculas de licor. Yo veía estos recipientes de juguete apoyarse en los labios de aquella extraordinaria e intrépida mujer y adivinaba como el líquido abrasador y amable recorría su cuello bronceado, lindo, espigado, delicioso. Hablamos. Bebimos. Era emocionante seguir sus confesiones, sus historias, el relato de todo su universo amplio.
                Y, como ocurre sólo a veces, nos hicimos amigos; al menos allí pusimos los cimientos de lo que vino después.
                Cada vez que viajo a Ochtrup, no pocas veces, casi siempre desde Faro, pasando por Eindhoven, no puedo dejar de pensar en esta extraordinaria mujer que tanto ha significado en este último tramo mi vida. Tengo la falsa convicción de haber estado con ella siempre, desde su pequeñez, conozco su historia, quizá no la que vivió, pero sí la que quedó impresa en su memoria, ¿qué puede haber más vívido que un recuerdo? Con frecuencia voy solo, y en silencio, y en mi mente suenan esas canciones de Janis Joplin tan idisolublemente unidas a Nazaret.