lunes, 28 de octubre de 2013

... tamaño...

                … las briznas buscan la luz y buscan el ser. Es la joven lozanía la que se abre paso entre los intersticios. Por entre las junturas de las cuadrículas grises que conforman los márgenes de la calzada la hierba brota como un grito de verdor húmedo y dolorido. Es un ciclo. Durante el resto de estaciones ese impulso vital permanecer latente, tomando el impulso preciso que lo hace eclosionar hoy. Toda una flora nace en su extensión y con un peso propio. Pronto la señora que regenta la cantina pondrá sus rodillas rosadas sobre el piso y arrancará sin miramiento esta vegetación minúscula y débil. No pensará siquiera en aquello de que la belleza debe ser práctica, nada útil hay en estos arbitrarios brotes, sencillamente ejecutará esa tarea sin que la ampare una decisión consciente, con sus manos limpiará la mala hierba y pasará a otra tarea sin zarandajas. Romperá con toda una vida múltiple, con toda una fauna y flora inútiles. El espacio de la acera que se corresponde con la entrada de su establecimiento habrá de quedar inmaculado; e igualmente más allá, donde los chicos ponen los veladores al amparo de la sombra que procuran a los clientes las sombrillas con la publicidad de refrescos. Antes de que esto ocurra quedará quizá el recuerdo de una civilización pequeña, liliputiense más bien. Una flor de manzanilla, que aquí llaman borreguito de pan, ha nacido junto al zócalo de la fachada, en mitad del núcleo de uno de estos brotes, cerca del umbral. Sus hojas blancas y su centro cuajado de estambres amarillísimos están perlados por la humedad de la mañana. Su destino es la decapitación sin dolor ni rencores. Pero todo esto es un universo efímero que tiene su propio ritmo, en su dimensión la vida se da con la misma razón que en el mundo de los seres grandes. Un ejército de hormigas traza una línea discontinua y perceptible cargado con despojos insignificantes: media cáscara de pipa de girasol, una parte ínfima de la magdalena que no supo ingerir un parroquiano y fue a parar al suelo, un insecto minúsculo, migas de alimentos dispares y varias estructuras orgánicas incompletas, todo ello es porteado por esta organización incansable. Una historia, un mundo con su tiempo y su dimensión que quedará extinto e insignificante, tal como sugieren mis días, tal como esta efímera existencia humana en su pesada y gigantesca dimensión…   

viernes, 11 de octubre de 2013

... la inocencia del macedonio...

                Las agujas de los pinos este año estaban especialmente crujientes. Esa sensación de fractura sutil múltiple  siempre había agradado especialmente al muchacho, pisarlas y sentir como se quebraban bajo sus pies era una delicia. En su descabellada peripecia mental se dejaba seducir por la impresión de caminar por una superficie ornamentada con el propósito de festejar el paso mayestático de una divinidad. La augusta luz del sol se filtraba entre los pinos trazando verdaderos rayos y se percibía, alentado por el calor tardío de un otoño más benigno, el aroma intenso de las coníferas y el follaje del bosque. Podía ser el divino caudillo macedonio llamado Alejandro con sólo acercar su mano al suelo y recoger una de las espadas que el capricho de la naturaleza había forjado en el recuerdo de lo que fue una rama. Pero ahora no era el tiempo de los juegos. Él mismo se sentía crecer y experimentaba un nuevo impulso que lo apartaba de la inocencia. Por lo que tenía entendido lo que le sucedía, que él no sabía ubicar muy bien en su cuerpo, acontecía en el corazón. Quien días antes hubiera conducido un ejército invasor macedonio hacía una victoria segura, con aplomo y fuerza, mostrando orgulloso sus estandartes, ahora procuraba el máximo sigilo a sus pies y notaba como estruendos cada pisada sobre las agujas que se fracturaban con estrépito. Se aproximó a donde el azar lo había llevado unos días atrás, a donde desde ese momento no ha faltado cada tarde. Procura el hurto de su presencia la alta vegetación que ha brotado en un recodo de la alambrada. A cobijo de unos árboles y de la mirada ajena se aferra a los triángulos metálicos con cada dedo. Sus ojos se acomodan para saquear la imagen confiada del interior, tras la alambrada los movimientos distraídos y confiados alrededor de la piscina se suceden a un ritmo natural. Los párpados se expanden hasta el perímetro más amplio de su capacidad, han salido ella, la niña de piel dorada, y su cabello tan rubio, casi blanco. La mirada se deleita con sus movimientos diestros y el brote festivo del agua desalojada por la inmersión delicada de su cuerpo de piel bronceada. El sonido del chapuzón amortiguado por la perfección de la zambullida se une al piar arbitrario de los pájaros que pululan por las copas de los árboles. Después, tras el instante interminable de su ausencia, el pelo mojado se pega a la perfección ósea confundiéndose con la cabeza y la esbelta espalda de la alucinante criatura. La muchacha se dirige hasta donde están sus ropas, blancas, inmaculadas, impolutas. Y es entonces cuando él, arrugado en su escondite, comienza a descubrir el tosco material del que están hechos sus zapatos, los pobres tejidos que caen sobre su cuerpo, la distancia tan enorme que se expande a lo largo de aquellos escasos metros.