jueves, 16 de septiembre de 2010

Lo tuyo no tiene nombre

Parece que suenen trompetas que el oído humano no capta, no se percibe el ruido ajetreado de la calle y la imagen reverbera, se ondula. Los vehículos están como dormidos, no avanzan sino impulsados por una dejadez cansina. Es muy probable que el sol se haya desplomado con toda su oronda fisonomía sobre la ciudad, dejado toda su furia abajo y subido de nuevo a su privilegiada posición natural; los rostros de los conductores, bajo una película de sudor, no reflejan otra cosa que esta certeza insólita. Seguramente, atrapados en los habitáculos de los coches, en un muy probable estado de alteración nerviosa, pulsan el dispositivo que hace generalmente sonar el claxon, en vano, el sonido es un elástico mudo. Algún peatón lucha con el asfalto para evitar quedar pegado, atrapado en mitad del absurdo urbano, el suelo es ahora una sustancia viscosa, oscura. Sospecho que la temperatura no está hoy atrapada en un juguete de mercurio, sino que, sin embargo, ha decidido abandonarlo para mostrar toda su fuerza por capricho, que no hay una inteligencia superior detrás de esta muerte cierta. Estoy debilitado por el calor, el dispositivo del aire acondicionado del coche es ridículo. Estoy pensado en un tribunal que juzga a un termómetro por genocidio. Las ideas son así, de esa hechura, absurdas. La caravana de vehículos ondulante que me tiene atrapado en esta bifurcación es geológica, avanza a lo largo de la historia, temo no vivir lo suficiente para cruzar la avenida.
Creo haber perdido el conocimiento algo después de agotar la botellita de agua, pero no tengo pruebas empíricas que lo atestigüen, es sólo una sospecha. Hace horas que todo es lo mismo bajo la canícula más terrible. Ahora he dejado de grabar mis palabras, ya sólo pienso, intento fijar mis ideas despreciando las muchas absurdas cosas que la liberalidad de mi mente pergeña. Es en esta actividad en la que me centro para creer que no se ha detenido el tiempo a pesar de que en el espacio no surge el más mínimo movimiento. Es más, intento mover mis manos sin éxito, las intuyo ahí, ambas sobre el volante, no veo, ni siquiera percibo el principio de calcinación de mi piel, la combustión de mis bellos, pelos, pestañas.
Un ahogo cercano al colapso cardiaco se insinúa en mi interior cuando de pronto, fruto de la magia, un sonido llega a mi oído, un ruido platónico, la idea de murmullo, leve, apuntado, un susurro minúsculo. Al parecer la puerta contigua al copiloto se abre permitiendo la entrada de una luz blanca, fría, muy agradable que envuelve a un ángel con forma de mujer. Todo ello es una corriente de aire fresco, una curación, el saludo de una diosa benefactora. Sus labios son de una hermosura milenaria, clásica, sobria. Percibo un movimiento en ellos, me van a hablar:
—Pero bueno,… que te lo has fumao to... que no te has visto harto con una calaita ¿no?