¿Qué
quieres que te diga? Ni siquiera sé si podía sentir frío. Me refiero a antes
del cataclismo. Todo era cálido. Incluso ahora todas las imágenes evocadas por
mi memoria son de color ocre, amarillo, naranja. Matices algo desvaídos, eso
sí, porque el recuerdo hace con las imágenes lo mismo que las antiguas lavadoras
hacían con la ropa, deslucir la intensidad de sus colores. Temo que el tiempo
acabe con mis reminiscencias cromáticas. No digo ni dudo que existieran entonces
estos colores que nos rodean hoy y que tanto nos empujan a la melancolía. De
hecho recuerdo disponer de bastante ropa azul y negra, pero cuando pienso ahora
en esas prendas las siento confortables, de tacto agradable y esto las viste de
colores cálidos en mi apreciación. Supongo que resta algo de bien en mí y ello
me empuja a la osadía de compartir. Aunque no sé si hago bien al confesarte que
conservo el usufructo de una bufanda de color rojo de la que no fui nunca
propietario. Rojo del carmín de los labios de mujeres de aquella época. Con
toda probabilidad sea el único vestigio de color vivo que quede en este nuevo
mundo. Al menos a este lado de las placas de hielo. La oculto por miedo a que
las autoridades, de un modo u otro, ya que no conozco con profundidad la nueva
normativa, pudieran requerirme para que la entregara en favor de la incipiente
comunidad. Confieso también que cuando no estoy depredando, y dispongo de un
instante, y nadie me mira, y mis dedos conservan algo de movilidad, saco de mi
atillo la bufanda. Me encuentro, como sabes, en mitad de este caos gris, oscuro
y frío. Te van a sorprender sus propiedades. Pues cuando estoy solo y ato la
bufanda roja a mi cuello sonrío.
martes, 27 de marzo de 2012
sábado, 17 de marzo de 2012
.... la princesa Aub. Primera Parte. Teología...
Antes
del inicio de los tiempos, incluso antes de la existencia sensible, reinaba el
caos. La materia y la forma eran potencias confusas, sin principio ni fin, sin
acto, amalgamadas en una unidad aglutinante, oscura y serena. En esa fusión
informe los dioses ocupaban estructuras sencillas hoy llamadas ideas, entonces
dormidas, aún no pensadas. Imágenes mínimas y latentes, sin fuerza que les
pudiera dar vida. No existía la palabra. La diosa más antigua que se recuerda,
madre de toda existencia divina y humana, de toda vida, fue la Casualidad, quien,
nacida del caos, sin forma ni dimensión, reinó durante un suspiro anterior al
tiempo, fue pura energía, luz, maternidad estrictamente femenina. En ese
alumbramiento tuvo inicio el Tiempo, dios de los pies desnudos, su único hijo,
y con él lo masculino.
El
Tiempo descalzo quiso en su capricho crear la existencia rescatando a la
materia y a la forma de su simbiosis callada, oscura e inocente. Utilizó las
dos ideas de que disponía: lo femenino y lo masculino. Con ello dio inicio la
vida, todo lo animado y lo carente de vida que lo acompañara. Pensó, anheló, y
hete ahí que surgió de su idea dormida la diosa que habría de gobernarlo a él,
de gobernarlo todo, Artam, la de rosáceo clítoris, hija de la casualidad y
esposa y dueña del Tiempo.
Artam
placentera, con la simiente del dios Tiempo, engendró a la princesa Aub,
primera entre todos los mortales, y de cada uno de los mil cabellos de la
primigenia princesa hizo que brotaran mil hombres apuestos y mil razas en cada
uno de ellos para poblar la tierra. Durante nueve meses Artam habitó el cuerpo
de Aub, quien copuló al alba y parió con el ocaso hermosas vírgenes. Así
nacieron las razas humanas que pueblan hoy la tierra.
En
la cima del monte Aub, habitada por mala hierba y follaje espeso, se levanta con
obstinado equilibrio un altar menor tributario de la diosa Artam, la de rosáceo
clítoris. Muy venerado en tiempos ya remotos, hoy se ve solo y profanado por el
descreimiento de la gente. Estas piedras pulidas por el paso de tiempo, de
dioses y vientos, siguen siendo testigos mudos de la era gloriosa de los
primero dioses, de los primeros hombres.
El
sol acaricia las ricas telas que mece el viento ligero y se cuela hasta el
interior de la chalupa real. La pequeña embarcación de recreo de la princesa
Aub Séptima deambula la tarde por las aguas del canal. La joven y menuda princesa Lenvati Aub Na no
pestañea y sus pequeños labios simulan la boca de un pez. La voz de su nodriza
educadora Magé se derrama suave e interminable en sus oídos diminutos y
rosados, de los que penden dos zarcillos reales propios de la dinastía aubita,
la música aleccionadora de la voz de la esclava fluye como uno de los veinte
torrentes inagotables de las tierras altas.
—
Mi pequeña Na, está próxima la edad de partir hacia el monte Aub, pronto la
roja Artam brotará entre tus piernas.
—
Dulce Magé, has de saber que cuando reine, daré al altar de que me hablas la
posición que merece.
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