lunes, 14 de marzo de 2011

Haiku

Nomi recibió un crisantemo. Al abrir la delicada caja en la que éste le había sido enviado su aroma le llegó al olfato, incluso inundó la estancia en la que estaba. En emplazamiento tan constreñido el olor se había concentrado de tal modo que su intensidad ahora se permitía reinar en toda la vivienda. Nomi amaba la belleza. Las hojas del crisantemo, su forma perfecta acariciaban el espíritu de este hombre sencillo.

Aún era la estación de las lluvias y hacía frío. Tras el vidrio de la ventana las gotas de agua caían de los alfeizares de las casas colindantes. Las canalizaciones llevaban el agua de la lluvia al estanque del jardín. Con un cuenco de té entre las manos admiraba su crisantemo. Sentía que ello era cálido. Amaba la belleza, se recreaba en el efluvio que gobernaba la casa.

Con el paso de los días el sol se abrió paso entre las nubes, el zinc de las conducciones de agua brillaba limpio y seco y el estanque de agua calmada significaba paz. En el interior de la vivienda de Nomi se ha disipado todo perfume del crisantemo y sus hojas se han ajado. Este hombre sencillo sabe que la belleza es efímera, breve, intensa, como un poema.

martes, 8 de marzo de 2011

M A D R I D

Camino por esta ciudad inmensa, grande, repetida en cada rostro, desmesurada. Ninguna mirada se cruza conmigo, el ajetreo autómata me circunda y prescinde de mi. No soy nada, no soy nadie. Vacío hasta el último vestigio de energía de mi cuerpo, sin éxito. Madrid sólo quiere de mi las escasas monedas que restan en mi bolsillo. En cada rincón fuerzo el contacto visual, alguna conexión esencialmente humana, no, no ocurre nada, no soy nadie. Siento frío, pena y frío. Caminar. Incesantemente. Por fin me dejo engullir por una de sus numerosas bocas. Madrid se derrama por ellas. Soy un átomo de la corriente que se deja tragar por esta M; la ciudad se repite en cada uno de nuestros rostros y se multiplica en el subsuelo. Madrid somos nosotros, viajeros que buscan un rostro, una sonrisa. Esta ciudad es un camino. A través de las cabezas informes y sin nombres el tren llega a una estación: mil rostros serios, cansados. Pasillos sucios, ruido sin palabras y salida. Veo un reloj, ansío salir pero la multitud impide que lo haga con presteza, gente pisando uvas y, a pesar de las nubes que cubren el cielo metropolitano, un Sol. Por fin subo por la calle de la Montera y me topo con la sonrisa que anhelaba. Falsa alarma, esta sonrisa tiene un precio. Estoy cansado. Gran Vía. Por fin el hogar impostor y la escasa potencia del agua de la ducha, dieciséis orificios surtidores de agua templada. Me he tumbado en las sábanas limpias y el agotamiento me hunde en la cama. El cansancio y esta soledad me dan la oportunidad de estar conmigo, a solas, es ocasión de conciliar a Mi conmigo, esos dos extraños. Sonrío. Esa era la sonrisa que buscaba. Doy gracias a la ciudad de Madrid.

jueves, 3 de marzo de 2011

... un beso de anuncio...

Ahí la veo llegar con mil bolsas. Es de una belleza silvestre, ajena a la urbe. He visto cientos de películas de aventuras en las que la heroína conjuga con maestría una belleza serena con lo intrépido de su actitud indómita, el carmín en los labios con las botas de montaña. En mitad de la selva aparece, casi siempre surgiendo desde una modesta e incómoda tienda improvisada, vistiendo un traje de noche, linda, y se dirige hacia el fuego de campaña resuelta y femenina. Esta mujer, versada en el uso de la navaja multifunción, suele ser de cabello no muy largo, rubio y con cierta ondulación, y es capaz de salvarte de las garras de las más fieras alimañas para después hacerte sucumbir bajo su mirada sólida, tranquila y resuelta.

No debes amarla nunca. Tengo que sonreír al pensar esto. Se mueve por el mundo sin ataduras, libre; su bien más preciado es su ausencia de compromiso. Jamás se adaptaría a Nueva York, donde al parecer no tener pareja es pecado. Podemos admirarla, o sólo mirarla, solazarnos en la contemplación pues es muy hermosa, podemos tocar u olerla, pero jamás amarla. Vuelvo a sonreír, amargamente ahora. En ese terreno es distante, efímera, su recuerdo un efluvio que jamás desaparece de la ropa. Ausencia sería su nombre.

En la ciudad está constreñida por lo absurdo del tiempo, algo de otro planeta, su mundo comienza donde terminan las ciudades. Su sonrisa es de un albor luminoso. Es muy linda, sí, pero nos jode que llegue tan tarde. Siempre llega tarde. Todo eso que hemos ido gestando, las reprobaciones y quejas, tan justificadas, se caen al suelo como hojas secas cuando ella llega y te sonríe. Te dice lo siento. Te muestra su sonrisa, te desarma. Te besa. Es un beso químico y dulce. Puedo imaginar el carmín pigmentando mis labios.


El coche queda a mi espalda, quizá abierto. No puede ser esa hora. No debe ser esa hora. Corro con las bolsas en la mano y las llaves en la boca. Tengo asido el llavero de pasta rígida y negra con los dientes para evitar que la pintura de mis labios se degrade. Este rojo intenso me costó tres euros. Es de una fijación sencilla pero me gusta a rabiar el tono. Cuando lo vi, me lancé a por él. No puede ser esa hora. Las tetas me van a salir por encima de la camiseta. No llevar sujetador me pareció acertado antes, ahora es un engorro. Debo seguir corriendo. Si al menos pudiera cubrir o sujetar mis pechos con uno de los brazos, pero mis manos están ocupadas por las bolsas ¡qué espectáculo! Siento las miradas de la gente justo encima.

Tanto luchar para llegar con los labios en su rojo más intenso, este carmín que me mata, y ahora voy y lo beso. Me recreo en el beso, en la cálida humedad de este beso.