miércoles, 18 de septiembre de 2013

Amane o el sonido de la lluvia

En la casa de huéspedes se toma el té a primera hora, cuando aún despunta el alba. Es tan benigna esta estación que las muchachas instalan algunas mesas a los pies del anciano sauce que se alza arrogante ante el establecimiento dando cobijo y compañía a los viajeros. Es el momento sereno del  amanecer. Trinan su canción las primeras aves, los paladares degustan la infusión y los sentidos el instante. Apoyados los labios parsimoniosos sobre el cálido cuenco un hombre se deleita con el aroma del lozano follaje del árbol y medita sobre sus propósitos al amparo de la humedad del valle. El sonido del viento es suave y juega a silbar melodías allá, en los campos de arroz. Parece tranquilo y dichoso. Contempla los crisantemos y clavelinas del austero parterre mientras sorbe el líquido caliente con frugalidad. 
El novedoso visitante había llegado a la aldea a última hora de la tarde anterior. En la casa, poco habituada a agitaciones, se dejaron oír los cuchicheos jocosos de las muchachas. Sus risas fueron testigos ruidosos y festivos del poco común suceso que suponía aquella visita. El brillo de los ojos de todas ellas evidenciaba la gallardía y apostura del hombre. Este joven viajero, que toma su té elegantemente ataviado con blancas y ricas prendas, supone todo un acontecimiento en la apartada aldea de Shizukesa, a los pies del monte Inasa. 
Nomi, que así se llama el apuesto muchacho, aúna belleza, porte y modales exquisitos. Sonríe sabedor del efecto que causa en la servidumbre. Por el camino de tierra que contempla y que serpentea más allá del parterre han pasado unos arrieros con unos bueyes cargados de grano. Sonríe y se inquieta a la vez. Un nervio delicioso e ignoto mueve sus adentros. Ha llovido y han florecido los campos. Distintas cosechas han llenado los graneros sucesivamente. Ha pasado el tiempo. 
Todo comenzó con aquello que le fue publicado en el Asahi Shimbun de Tókio. Su primera incursión en el mundo literario. Aquel concurso de cartas de amor anónimo. ¿Cómo decía su texto? Sí,  lo recuerda muy bien, lo recuerda como si sus ojos estuvieran viendo las letras alineadas ante sí en este instante. Lo ve impreso en la página de diario: “Quise escribir algo en tu piel con el lápiz invisible de mi dedo y sin embargo, en ese instante intrépido, un destello solar paralizante  inmundo nuestras pupilas, de modo que todo fue silencio, excepto un corazón latiendo.”  Aquel texto había merecido el reconocimiento del jurado y el premio y honor de ser publicado. Fue en mil novecientos treinta y nueve. Hace ya seis años, él tenía tan sólo dieciséis.  
En una de las mesas contigua un par de aparceros de una aldea vecina charlan distendidos, hablan de trivialidades, de que pronto lloverá, que caerá una lluvia fina. Sorben sus tés y fuman cigarrillos que desprenden un humo blanco, sólido e intenso. Su aroma evidencia la frescura de las hebras de tabaco. Nomi, contagiado de ello, busca en el bolsillo de su chaqueta blanca procurando sacar un cigarrillo pero sin mostrar la cajetilla, le causa inquietud fumar esa marca de cigarrillos norteamericanos dadas las circunstancias. Succiona el humo con fruición.    
Luego llegarían las cartas de Amane. Dulce, intrigante, inteligente, pequeña Amane. Aquella chica de diez años que se había entusiasmado con su texto. Aquella chiquilla instruida que había contactado con la redacción del diario para localizar la dirección de Nomi en Tokio. Sus cartas. Sobre la mesita, en el otro extremo para hacer hueco a la taza de té, reposan las cartas de Amane, entre las cuartillas manuscritas de sus trabajos. Supuso que sería una delicia trabajar al amparo del sauce, por lo que sus papeles lo acompañan; así como una pluma estilográfica. No se había engañado, disfruta del instante en contacto con las epístolas veneradas, con las cuartillas inmaculadas y con el pasado que todo evoca. 
Escribe con fluidez y sin mesura: 
Hoy, nueve de agosto de mil novecientos cuarenta y cinco, en su dieciseisavo aniversario, conquistado el permiso paterno a pesar de la contienda, Amane, la dulce muchacha cuyo alma retratan las más tiernas misivas, se encontrará conmigo en esta aldea, en la falda septentrional del monte Inasa, lugar que llaman casi sin nombrarlo, como el silencio, como hurtando a los oídos este feliz encuentro, al amparo de otras miradas que no sean las de esta gente sencilla. Shizukesa será testigo de la culminación de un impulso nacido al calor de unas cartas de dos jóvenes ayer desconocidos. Amane es el sonido de la lluvia cuando es donoso. Graciosa en esos momentos que cae con gracia infinita entre las agujas de los pinos. Su sonido es el de la quietud. Imagino su tez blanca, dorada al atardecer, albergando la sonrisa ingenua y ruborosa de la niñez que florece en doncella. Ya creo oír su pisada, como gota temprana en la mañana que moja las lentes de las gafas de mi anciano padre, conformando una nostalgia apabullante en mi corazón tan joven, arrancando de mi oído la idea más amable, formando en mis labios los fonemas que habrán de dar vida a su nombre.
Nomi escribe la última palabra cuando son ya las diez y cuarto. Nagasaki, la capital, es devastada por la sinrazón. Cinco días después Japón se rinde y un Nomi enfermo, a punto de morir cambia el texto de su primera carta.  Fallece el poeta a los veintidós años, rodeado de desolación, destrucción y unas pena e impotencia imposibles de borrar jamás. 
“Quise escribir algo en tu piel con el lápiz invisible de mi dedo y sin embargo, en ese instante intrépido, un cataclismo nuclear inmundo de radiación nuestra aldea, de modo que todo fue ceniza, excepto un corazón construido con tu dermis”.