miércoles, 6 de julio de 2011

... rojo...

Nada. Y detrás de ello un vacío metálico, un silencio redondo, perfecto. Nada y se suceden los husos, las revoluciones, el tiempo devorador que engulle a los hijos de la tierra. Silencio, o acaso el tictac de los días idénticos. Camino por una ciudad cualquiera y sin embargo sé que en ella radican mis raíces; lugar extraño y desconocido, ajeno, que tiene un nombre repetido con vehemencia. Mi soledad. Observo como el vidrio de las lunas recibe el brío luminoso de esta urbe mientras mi cuerpo, embutido en ropas sin lustre, emula el sortilegio del vampiro, soy Nadie pues mi imagen esquiva el reflejo en los cristales. Nada. En los escaparates abigarrados, allí donde se da la vida, el comercio, falta mi existencia. Deambulo. Nada. Nadie. Pero en mitad del bullicio vacío, en el centro mismo del silencio estridente un océano rojo. Remembranza limpia, evocación sonora, cromática. Quiero recordar el sonido suave de sus pasos sobre el albero, sus pies pequeños sin nombre, el disparo de sus frescos ojos profundos, dos mares. Cruzamos las miradas y su rostro se enciende. Rubor adolescente, vivo, y bajo el color una sonrisa leve, una pequeña mueca osada, roja. Olor a lavanda y mi juventud.