martes, 30 de noviembre de 2010

... perdón...

En Villasperanza del Valle, el pueblo del que os hablo, se escucha entre juegos una canción que habla del color rosáceo que se forma por la mezcla de sangre y nieve. Un verso de esta canción que estremece dice: «… sus lágrimas eran cuchillos de hielo». A su son las niñas mueven con destreza sus tobillos entre hilos elásticos. A media tarde, arrullado por estos cantos infantiles, el sol se oculta tras las fachadas que dan a una recoleta plaza, cercana a la Iglesia del Perpetuo Descanso. En ella se yergue altiva la Cruz del Perdón que da nombre a esta plaza. Cruz muy venerada por los parroquianos que acceden con frecuencia a ella para expiar sus culpas.

Durante el temporal esta cruz quedó completamente cubierta por hielo. Era allá por el año dos mil diez. Recuerdo. Ese año estaba próximo a su finalización y un frío inusual reinaba entre las casas, entre las paredes, entre las pieles de la gente. Como estos ciudadanos meridionales no estaban habituados a estos rigores no se habían proveído jamás de prendas de abrigo adecuadas. Y, por ello, equipados precariamente, deambulaban ateridos por la ciudad. El frío era el único tema de conversación. Sólo salían para lo preciso. Y, por último, la temperatura fue tal que todos, sin excepción, se vieron recluidos en sus casas.

El silencio se alió con el frío, la oscuridad con la culpa.

Llevaban semanas encerrados cuando un mínimo rayo de luz se constituyo en heraldo de una breve tregua y el frío levantó el castigo al que sometía a esta ciudad. Animados por ese soplo de vida los témpanos de hielo se quebraron y así hilos de agua helada se abrieron paso entre la nieve. Con el transcurso de las horas los habitantes de la localidad salieron al exterior. Por inercia, por costumbre, por pesares o culpas todos se dirigían a la Plaza del Perdón. El agua, que horas antes era hielo y nieve sobre la cruz, corría por las escaleras de acceso al recinto. En mitad de la plaza la cruz fulgía hostigada por los benignos rayos de sol. A sus pies encontraron el cuerpo sin vida de alguien sin nombre, parecía pedir perdón. Sus lágrimas eran cuchillos de hielo que formaban rosáceos dedos suplicantes sobre la nieve.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Me gusta...

... nombrarte a pesar de no saber como te llamas. Mi mente encuentra la forma de hacerlo, de lanzar sonidos callados al viento, una idea sin letras. Es luego, cuando la brisa de la tarde trae de vuelta esos sonidos vacíos, cuando me deleito. Son fonemas desnudos que forman la potencia de tu nombre. Después quiero imaginar el acto de tu nominación y calculo si no será este o aquel otro nombre. Allí, donde estés, alguien te piensa, poniendo verbo a la idea. Yo no puedo. A pesar de ello me gusta tu nombre.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Donde mueren las gallinas

Veo una mano. Me fijo en los canales que surcan su orografía. Es una mano moteada, de vellos pronunciados y blancos, quizá del color del humo. Se advierte bajo su piel cuarteada la inmediatez de unos huesos que le dan esa forma grande y resuelta, desproporcionada respecto del cuerpo al que pertenece. Esa mano se ocupa en ejecutar, sin esfuerzo alguno y con la destreza propia que da el tiempo, hábiles movimientos que transmiten, a la navaja vieja que sostiene, una industria artesana y rara capaz de arrancar fragmentos de madera a un trozo de leño. Como resultado de esa ciencia antigua brota del corazón del madero, corte tras corte, un objeto nuevo y obsoleto, un artículo en desuso, algo tosco y cateto.

El sol es amarillo y frío, su calor es un soplo suave que acaricia. Hay una estampa desvaída de un santo aterida en la pared húmeda, un almanaque de un tiempo remoto, sin fechas ya. Silba la cafetera que se calienta sobre el anafre, es un murmullo modesto. El humo que de ella asciende parece el tributo votivo al santo del viejo calendario. La doméstica ofrenda llega al olfato del hombre anciano que al parecer soy. Dejo sobre la mesa la figura de madera y apago el fuego. Me miro de nuevo la mano y la siento ajena, la mano de un viejo que no soy. Que me niego a ser.

Detrás de la ventana hay un limonero cargado de limones que nadie recoge. Estos frutos caen al suelo por el peso y se ocultan entre la maleza salvaje. Hubo un tiempo en que esa maleza era una tierna y frondosa hierba. Entonces los limones eran codiciados frutos que desprendían su aroma en el patio, en la cocina, y siempre había una mano, unos labios deseosos, de agarrarlos, de degustarlos. Me propongo respirar intensamente pero a mi olfato sólo llega el silencio. La misma sensación se ceba con mis oídos desde horas, ha pasado demasiado tiempo.

Más allá del limonero y sus limones pálidos veo la puerta de la verja, y más allá la calle desierta. Ya va siendo hora de oír el sonido del claxon, el griterío molesto del muchacho. El ruido. Hora de ver esa sonrisa forzada de su padre, mi hijo, de notar la incomodidad de siempre. Será cuestión de pasar el rato con esta estúpida figura de madera que el niño dejará en un rincón sin prestar atención.

Van a dar las seis de la tarde. Una nube cada vez más grande se ha interpuesto entre la casa y el sol. Crece y acentúa su color plomizo. Seguro que descargará pero no me apetece cerrar la ventana. Percibo el frío y suena el viento que se ha levantado. El viento desapacible, que ha venido de allí donde quiera que estuviera, mueve las ramas del limonero desprendiendo de éste algunos limones más que van a dar al suelo, al olvido.

He dado por concluida la figura de la gallina de madera a eso de las siete y media. Y nada del muchacho, nada de su padre, mi hijo. El chico había disfrutado en el patio con la gallina que teníamos... Que yo tenía... Para entonces ella ya me había dejado... También...

La última vez que me visitaron el muchacho estuvo dando la murga con la gallina. Por la ventana lo veía tras el animal, sin dejarla un momento de reposo. Murió el año pasado. La gallina. Quizá no quiera volver aquí. Donde mueren las gallinas.

viernes, 5 de noviembre de 2010

... movimiento de cámara...

Abajo la ciudad permanece dormida. Los sonidos se ocultan en la distancia. El movimiento lo hace en el interior de edificios diminutos. Hay formas y contornos urbanos que irán cobrando presencia a medida que nos acerquemos, son aún rectángulos cabezudos. Aún apuntadas, pronto adivinaremos antenas y ventanas esbozadas por la realidad de una ciudad sobre la que cae la primera luz. En este instante, en la distancia, en los dominios de la urbe, conviven los rayos de un sol nuevo con las luces artificiales de la noche que acaba. En la azotea de ese edificio hay ropa colgada en unos hilos vencidos por el peso. Aquella sábana, estandarte de ese ejército doméstico de calcetines, ondea mecida por la brisa perezosa que se mueve en la altura. La mirada cae por la fachada del inmueble y se topa con ventanas cerradas a cal y canto, sucias, con la pintura desconchada y su color desvaído. El paso del tiempo deja ver como los rayos solares se aproximan para, como un embozo cálido, nuevo y limpio, cubrir el cuerpo aterido del edificio. Su luz acaba penetrando por una ventana cuya persiana cuenta con orificios regulares en su superficie sucia y polvorienta. En el interior de esta habitación óvalos de luz espejean sobre paredes y muebles, sobre un lecho que preside la estancia. Las paredes están desnudas, no hay cuadros ni objetos colgados, excepto por encima del cabecero de la cama donde a modo de crucifijo profano vemos a Vera Miles en un cartel de cine. Junto al camastro hay una desvencijada mesita de noche sobre la que la luz ha rescatado de las sombras una serie de objetos: un paquete de cigarrillos, un mechero, un libro en el que se lee HARUKI MURAKAMI Tokio blues Norwegian Word, un reloj, un teléfono móvil y unas monedas. Además de esto la habitación sólo cuenta con otros dos muebles, un viejo armario y una silla. Entre las sombras un hombre de unos cuarenta y cuatro años llora desconsoladamente. La mirada se fija en sus ojos arrasados por una cortina de humedad, enrojecidos, y los penetra después. Entre las neuronas se conduce un impulso nervioso, dolor, pena, no sé, es un lenguaje eléctrico.