viernes, 26 de junio de 2009

Esperando a Naim (4)

Las palabras del niño Naim me conducen hasta el verbo del nuevo Naim. Quizás porque mis talones dolidos ansían su llegada. Pero no hago otra cosa sino evocarlo a través del teléfono; el timbre de su voz, ajeno y sosegado, impropio de la imagen infantil que conservo, reclama mi atención, me invita a descubrirlo como nuevo, despegado e independiente de aquel niño hábil y admirado. La cadencia de sus palabras me llegan al oído con la dicción de un adulto, no hay nada en la música de su voz que me recuerde al niño. Es la voz de un extraño.
Me subo a un taburete alto y me tomo la libertad de desnudar mis pies. Imagino a las palomas flirteando con mis zapatos abandonados como dos exóticos extranjeros y esto me provoca una sonrisa cuya forma no puedo sino imaginar también. Los benignos rayos de sol hacen sonreír, a su vez, a mis pies.
A la puerta del establecimiento ha salido ese camarero tan atractivo de antes. Mira concentradamente a los clientes que estamos en el exterior. Cuando sus ojos se detienen en mí, sin razón alguna, aflora a mi rostro un leve rubor. Sorprendentemente se dirige hasta aquí.
— Disculpe señora —me dice— ¿su nombre es Fatma?
— ¿Cómo? Sí, ese es mi nombre — le respondo pero me suenan altivas mis palabras y cambio la entonación confiando en la mejor de mis sonrisas y mi blanca dentadura— Supongo que no tiene usted dotes para la adivinación y que ahora me dará una explicación.
— Claro, disculpe. Un mensajero ha enviado un sobre dirigido a: Fatma. Supuse que usted podía llamarse así.
— Claro ¡qué tonta! Gracias.
El hombre dejó el sobre en la mesa. Al poco el empleado de la agencia de mensajería, que aguardaba en la distancia, me invita a firmar la recepción. No me he interesado por adivinar el remitente, ya intuyo el fracaso de mis espera, lo estéril de mi viaje.

jueves, 18 de junio de 2009

Esperando a Naim (3)

Aislado como un anciano perdido se alza entre las piedras diseminadas por la suave pendiente. Lo llamamos el Árbol, como si esta nominación lo identificara entre miles. Él fue soporte de nuestros juegos desde siempre. Al pie de su desvencijado tronco una piedra parecía hacer las veces de asiento, pero ambos sabíamos cual era su función. Bajo esta piedra el color y la compostura de la tierra evidenciaban que algo se ocultaba deliberadamente. Siempre dejaba hacer a Naim, mis ojos se sumían en el acto placentero de la contemplación de sus manos. Ayudado por cualquier cosa Naim retiraba con sumo cuidado la primera tierra para ir buscando las aristas, de esta manera ante mis ojos se iba formando un rectángulo. Con el tiempo y el trabajo certero de sus dedos la caja metálica afloraba.
Entonces una caja de metal tenía un valor muy por encima del que tendría ahora para nuestros hijos, en si misma era un objeto preciado. La nuestra había sido concebida para albergar unos suculentos dulces de membrillo en la tienda de la Marina, junto a la escuela. Habíamos estado día sí y día también expectantes hasta que los dulces de membrillo fueron desapareciendo lentamente de su interior, Naim y yo entonces no comíamos otra cosa. La Marina se había comprometido con ambos en que nos la regalaría.
— ¿Para que queréis la caja?— nos preguntaba la tendera.
—Para nuestros tesoros— escucho decir a Naim.