sábado, 14 de mayo de 2016

#miNazaret2

            Y todo tiene un fin, también yo, también mi historia, la línea de tinta llega a un torrente de agua y allí se pierde. Así debe ser, esa presencia que fue constante se pierde en un chorro inmenso, el universo es así, la identidad se confunde en favor de la divinidad, así la memoria es un lunar despreciable en mitad del inmenso olvido. Así es, ¿quién soy yo, Nazaret, para cuestionar esa plenitud?   
            Desciendo del coche empleando tiempo para ello, quiero, a la vez, tomar mi primera impresión. Me despojo de las gafas de sol que sin embargo no cubrían mis ojos, inútiles descansaban en la parte alta de mi cabeza, hay días enteros que me olvido de ellas y permanecen ahí. El motor está ahora apagado y noto el calor concentrado en el capó, pero la música aún suena, sólo eso me conecta con mi momento anterior. Vuelvo sobre mi primer impulso, esquivando un posible golpe en la cabeza, ya me di más de uno, soy consciente de mis nuevas torpezas, y quito las llaves del contacto, así se hace el silencio y vuelvo a estar bajo este espléndido limonero que imagino hermoso cualquier día soleado de verano. Ahora mi percepción es franca. Aquí, ante todo, gastaré tiempo, me concederé placeres u obligaciones nuevas. Respiro con agrado el amable frescor que ha dejado el chaparrón. Quiero usar con frecuencia mi rebeca heredada, abrigarme con ella, es gruesa y negra, está algo parda, llevar debajo cualquier cosa, pasear. Leer. Leer libros, los hay a docenas en mi equipaje, me esperan, llevan demasiado tiempo esperándome. Quizá alguna vez volver a rasgar las cuerdas de mi vieja acústica, quizá.
            Está en mí esa agradable sensación de recorrer lo inexplorado que es sencillo, todo esto que es nuevo, pero repetido en mi ideario, repetido en otros pueblos que ya he visto. La tarde adormece en su color plano, es azul y es gris. Veo que la lluvia ha dado lustre a la calle empedrada que, sinuosa, desciende entre las paredes encaladas. Deseo disfrutar ahora, aquí, en el lugar de mis ancestros, que diría aquel, de todos esos libros que me esperan desde cuándo, pasear, gastar mi tiempo sin incurrir en ninguna tragedia. Cantar una canción olvidada de Janis. Conocer. Conocerme al fin. Descubrirme, mis rincones, mis sesenta y cinco años de jubilada, los rincones de este que es mi pueblo por ascendencia.

            Las calles se caen por pendientes y reaparecen en cuestas empedradas. Muchas  puertas están abiertas a la penumbra de los hogares en su interior, en ellas el olvido y el silencio no temen a la lluvia.    

miércoles, 24 de febrero de 2016

V CERTAMEN VALVERDEÑO DE CARTAS DE AMOR

AYER

Querido mío. Solía llamarte así. La luz adora tu cuerpo, no dudo de ello, por eso sé que, aun hoy, puedo llamarte querido; y si eres mío no es porque yo sea posesiva, es porque me lo ha susurrado el tiempo con su voz adulta. Allí donde te encuentres la luz coqueteará con las sombras y se ocupará de hacer visibles tus manos. Y en ellas, en tus manos, descansa la dulce idea del tacto. Y en el tacto, querido mío, está el amor, mi amor, que es una palabra abierta, que no es ninguna frontera. La letra braille con que escribiste antaño en mí es ávida por desvelar su significado. Así que veo mis manos rosadas bañadas por el fulgor que habita en la Plaza, veo las líneas azules que riegan su quietud y su movimiento bajo mi piel madura, la dermis que se renueva a cada instante. Detrás de cada suspiro mil células son nuevas. Y veo tus manos. Veo el regalo amable del maíz, la caricia vegetal de un azote apacible, y nuestras juventudes asidas de la mano. ¿Recuerdas?

17:21

Querida mía. Aquello último que llamo desnudez. Pene. El bello de mis glúteos en el desamparo de un mar vegetal. El viento, que mece cada espiga, las empuja contra la más blanca piel, esa puerta de la calle de mi cuerpo. Este campo es echarse a la calle, se muestra tras los portales. La calle se extiende hasta todo aquello que no soy yo. Primeros atisbos del fresco invierno. Invierno de sol apagado, luz uniforme. Desnudo en mitad de un campo arrasado por la furia infantil del viento, por la luz gris de una tarde sencilla. El resultado de ser provinciano y rozar la otra piel, la que dibuja el anhelo en el cuerpo próximo, es un alarido callado que reposará junto a un árbol milenario, junto a unos aperos, sepultado para siempre en la humedad. El viento silba entre las piernas del deseo, mientras el tacto arranca la electricidad de una nube cercana. Sólo en mi encontrará ese cuerpo el calor suficiente. Recuerdo amor. Voy. 

18:17

El tiempo habrá dulcificado las aristas de tu rostro, y habrá dejado las erosiones que trae la calma, la experiencia de vida que sucede a las tempestades, sin brillo ni oropel. El gigante que fuiste habrá devenido hoy hombre, sin más, en cuyas manos limpias descanse el roce de un ser querido. Me digo todo esto convencida de ello, o porque necesito llevar a mi puerto el deseo de que así sea. Ansío que las aguas de tu marea tranquila arriben a mí y descubrir en ellas a un nuevo tú, un hombre adulto vencido por el tiempo, y por ello magnifico. Deseo para mis ojos esa constatación, ningún sobresalto, acaso una lágrima suave perdida tras las lentes de mis gafas. Sin duda albergo la esperanza de que tus ojos se apiaden de mis formas y lleven a ti una imagen aceptable de la mujer que soy. 

18:56

Corazón. Voy… Dame un instante… 

18:58

Espero. Es un día agradable. Esta plaza de Ramón y Cajal, la Plaza, resulta acogedora y bulliciosa, en ella confluyen los avatares de los habitantes, nuestros conciudadanos de entonces, sus descendientes de hoy. Observo esta actividad deleitada en nimiedades. Sus palmeras prestan cobijo limpio a la conversación de aquellos muchachos. Por entre sus ramas se cuelan los hábiles rayos de un sol benigno, dejando pinceladas de luz en los pantalones caídos de uno de los chicos. Bajo el banco contiguo a este animado grupo una pareja de gorriones deambula sin rumbo. Su picoteo parece
arbitrario. 

19:16

Estos tacones me están matando, y a pesar de ello sigo aquí, en la puerta, junto a esta mesita alta, sin silla. Me habías dicho en la Casita de Papel. Y aquí estoy. Padezco una mezcolanza de miedo tibio y anhelo que viene a ser un objeto pesado y voluminoso cimentado en mi estómago. A través del teléfono tu voz transmitía reposo, así fue inspirada esta imagen nueva que me había forjado de ti. Esta misma soltura, madurez y reposo de tu conversación me ha tenido instalada en la ansiedad. 

21:43

HOY

Querida mía. Ella… Perdona. 

07:53

miércoles, 23 de septiembre de 2015

DOS, UNO, TRES…

DOS

A tu mente viene recurrentemente, de manera espontánea, sin que sea preciso que una magdalena se sumerja en una taza de té, sin que un plof y un aroma te transporten al pasado, pero igualmente sin que medie tu voluntad, esa mujer que viste una rebeca del color de la hierba bien fresca. Es tan real como la realidad, su holograma modifica tu hábitat más que esa planta de interior que riegas a diario, quizá te alimenta tanto o más que la última empanadilla de atún que te dejó en una fiambrera de Bob Esponja sobre el umbral la vecina tocando el timbre esta mañana y huyendo después bajo la lluvia, entre los naranjos, calle abajo. Olía a tierra, recuerda. Natividad creo que se llama. La pequeña vecina, digo. Sin duda te ama, de ese modo pueril, tan delicioso y entrañable. No esa otra mujer, de rebeca de color verde, bien verde, es luz, ese color se ilumina. Está ahí. Alarga la mano. Tócala. Touch her. Al sonreír en sus labios una mueca dulce, simpática, progresa; y cuando la curva es casi una risa, se desvanece.

UNO

Sé de qué me hablas. A mi mente viene ella recurrentemente, de la mano de la espontaneidad. Sin que medie mi voluntad. Pero yo no soy Proust, no preciso que una magdalena se sumerja en una taza de té. No necesito que un plof o un aroma me la rescaten del pasado. En mi caso quizá no existió, o sí, no sé. Es una mujer que viste una rebeca del color de la hierba bien fresca. Y es tan real como lo es la propia realidad. Su holograma modifica mi hábitat; ella es más palpable que esa planta de interior que riego a diario. No hay nada onírico en la mujer, es de materia tangible. Su presencia me alimenta tanto o más que la última empanadilla de atún que me dejó Natividad esta mañana, mi pequeña y dulce vecina. La fiambrera había quedado sobre el umbral, la niña había tocando el timbre y huido después, bajo la lluvia, entre los naranjos, calle abajo. Olía a tierra, lo recuerda con nitidez. La pequeña me ama, lo sé, de ese modo pueril, tan delicioso y entrañable. No es el caso de esta otra mujer, la adulta, la de la rebeca verde, bien verde, ese verde que amamos al sur. Ella es distante en la proximidad de mi salón. Es luz, ese color se ilumina. La mujer está ahí. Tengo que alargar la mano. Tocarla. Al sonreír en sus labios se produce una mueca dulce y simpática que progresa; y para cuando la curva es ya casi una risa, la mujer se desvanece.

TRES

De un tiempo a esta parte a su mente viene recurrentemente, de manera espontánea, sin que sea preciso que una magdalena se sumerja en una taza de té, la imagen de una mujer que viste una rebeca de color verde hierba. Es para Bancel tan real como la realidad. El holograma de la imagen modifica su hábitat. Él siente que esa planta de interior que riega a diario tiene menos cuerpo. A este hombre, tan sumido en disputas, le alimenta esta visión, que siente una verdad, tanto o más que la última empanadilla de atún que le trajo la hija de la vecina, Natividad cree recordar que se llama. La niña le dejó esta mañana una fiambrera ilustrada con de dibujos animados sobre el umbral. Tocó el timbre, para luego huir bajo la lluvia, entre los naranjos, calle abajo. Sin duda la pequeña lo ama, de ese modo pueril, tan delicioso y entrañable. No así esta otra mujer holográfica del salón, la de la rebeca verde. Está ahí. Bancel quiere alargar la mano para tocarla. Sabe qué ocurrirá. Al hacerlo la mujer sonreirá y en sus labios una dulce y simpática mueca progresará; y luego, cuando la curva sea ya casi una risa, se desvanecerá.

jueves, 23 de abril de 2015

... guayacán...

Quería con miedo, con reservas, desde la distancia. Recuerdo que la niña a la que yo adoraba tenía un crucifijo chiquito hecho con madera de guayacán que pendía de su estilizado cuello y que yo quería besar. Con ese beso pretendía que entrara en mí la magia de la divinidad, pero sobre todo estar cerca de Gladys. El blanco impoluto de su uniforme, de las monjitas de Pureza de María, hacía de su piel, por contraste, la superficie más hermosa de toda la creación. Toda su silueta inspiraba en mí un deseo. El deseo de ser mejor persona. También el deseo inmediato, inocente y concupiscente de tocar su plumier, u olerlo, oler cada uno de los lápices, oler la regla, tocar el cartabón inútil y hermoso. La idea de olerla a ella, tocar su cabello, se ocultaba en mí, en el fondo más profundo de mi conciencia, yo no me atrevía siquiera a pensar en ello. Imaginaba que objetos tan inmaculados, que toda ella, eran la pureza. Sentía ser yo mismo tosco y sucio. Esa suciedad que el jabón lagarto no arrancaba de uno por mucho que se esforzara. Era una suciedad que estaba dentro de nosotros, los míos, la gente del barrio más humilde. Un barrio orgulloso y esforzado. Pero uno sentía que ese estigma era visible más allá de sus límites.
La abuela colgaba un cubo con regadera en el patio y yo me duchaba a la intemperie, custodiado tan sólo por la empalizada endeble del patio de nuestra modesta vivienda. Ella se empeñaba en frotarme con sus manos enfundadas en manoplas, como lo hizo desde pequeñito, y yo me lamentaba por ello, protestaba, y dejaba hacer. Qué estúpido es avergonzarse de la humildad. Y ya puestos, qué estúpida es la vergüenza, cualquier vergüenza. Así era yo entonces, pequeño y triste, pobre. Sobre todo pobre.
                Pero en mi pobre concepción no cabía la resignación. Después de lavarme a conciencia me apresuraba a cruzar gran parte de la ciudad. La veía bajar del autobús escolar, cada tarde, veía su cabello sedoso, sus ropas impolutas y limpias, veía su crucifijo de madera de guayacán en la sima torpe de sus incipientes pechos, y la piel ensombrecida con gracia infinita por los rayos amables del sol de aquel barrio rico de la ciudad.
                «Gladys» la llamaban las compañeras en la distancia. Yo observaba y oía. Hablaban de meriendas y jugos de frutas, de reuniones y juegos, de las tareas conjuntas en tu recámara o en la mía. Alguna vez me crucé con ella sin que ella se cruzara conmigo. Yo no existía, era tan gris como el piso. El asfalto y yo, el mobiliario urbano, éramos la misma unidad informe, la ciudad, su camino a casa. Yo fui para Gladys lo cotidiano que no vemos aunque miremos.
                El tiempo pasó y después el otoño empezó a durar años. Y lo bello, y lo triste, todo pasó. Y mi vida convulsa y los acontecimientos. Todo pasó. Y pasó aquella niña linda que bajaba del autobús escolar con el crucifijo diminuto. Y en mí quedó una idea vaga. No sé por qué lo recuerdo ahora si jamás lo había mencionado. Ni siquiera a mi hija Gladys. 

miércoles, 1 de abril de 2015

Nazaret - Capítulo CERO

— ¿Tiene usted miedo?
— Hermosa.
— ¿Cómo dice?
— Eh… Perdón… No, no tengo ningún miedo, ¿y usted?
— Desde luego que no a volar. En todo caso, a veces, puedo llegar a sentir miedo de mí misma, de mis pensamientos—. La mujer sonrió de un modo particular, como quitando trascendencia a lo aventurado de sus palabras, y movió con gracia infinita su cabello oscuro y algo ondulado. En ese instante a mi mente vinieron dos imágenes que se confundieron en una idea sola. Por un lado Rita Hayworth en Gilda lanzando sus cabellos hacia atrás e irrumpiendo luminosa en la pantalla; por otro los hermosos rasgos de Encarna, la joven por la que había sentido una atracción pueril que me reducía a aquella torpe estupidez paralizante. Esta mujer también tenía un lunar próximo a los labios y unas pestañas pronunciadas por encima de unos ojos verdes, muy hermosos, aunque era mayor que aquella, y ese excedente de experiencia pesaba sobre sus hombros y fluctuaba en su mirada. Era muy atractiva y aún más porque no parecía consciente de ello. Yo la había estado observando con interés antes. Ella, ajena a mis elucubraciones, proseguía: — Lo realmente terrorífico es el aburrimiento, ¿no cree? Disculpe la osadía, resulta tan tedioso esto de viajar sola. Usted habrá notado que era tan solo un pretexto para conversar. Es claro que no teme a volar, resulta evidente—. Por aquellos días, al parecer, los aviones caían del cielo con relativa facilidad. Los noticieros estaban repletos de noticias superfluas, excesivas y nimias relativas a una catástrofe aérea reciente. Así que la pregunta no era tan descabellada. La mujer híbrida, mitad Rita, mitad Encarna, me hablaba desde el conjunto de asientos del otro lado del pasillo. En ese instante la ceñida e impoluta falda azul de la azafata se cruzó entre  nuestras miradas. Para cuando la azafata hubo cruzado la pasajera había ocupado mágicamente el asiento más próximo, el del pasillo. El mismo que ocupaba yo del otro lado. De este modo sus pestañas, tipo Encarna, estaban tan próximas a mí que podía distinguir cada pelo y como cada uno de ellos trazaba su armoniosa curva.   
— Pues no, la verdad, la muerte no me desvela por las noches— sonreí a mi vez. Por real que aquella afirmación pudiera ser para mí, ante aquella desconocida pretendía ser también un comentario jocoso, parejo al suyo, sobre el que insistí: — Al fin y al cabo ¿qué miedo se puede tener a morir? A veces pienso que debe ser una bendición. Leonardo Da Vinci decía que “una vida bien usada causa una dulce muerte”, por lo que…
— “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Lucas, veintitrés, cuarenta y tres—. Me interrumpió ella con solemnidad litúrgica y sin solución de continuidad se echó a reír sonoramente. Me di cuenta entonces que debía tener cuidado, mucho cuidado, ya que me podía enamorar de sus dientes blancos y de su encantadora sonrisa. Al instante se justificó:
— No me haga responsable a mí, ¿eh?, es usted el que ha empezado con las citas…—. Y de nuevo su encantador y sonoro carcajeo se dejó oír en el habitáculo de aquel Boeing 737-800.
— Por favor dejemos el usted— propuse—, mi nombre es Plácido.
— Por supuesto. El mío: Nazaret.
— Muy bíblico, como su cita. Reconozco que me está bien empleado. ¿Es usted creyente? En ese caso estará de acuerdo con mi reflexión anterior. No se debe tener miedo a morir, acaso ¿no es una bendición? Abolido hoy el infierno por su papá Francisco ¿qué miedo debe causarnos la muerte?
— Mi papa Francisco… —. Una sombra repentina y gris cruzó su faz. Su rostro se ensombreció. Fue acaso un segundo más largo que el segundo anterior. Al instante su sonrisa blanca resurgió en el óvalo armónico de su rostro. Para entonces yo había intentado eludir la alusión sin saber bien por qué debía hacerlo:
— Nuestro papa, el papa de todos los cristianos… Francisco es incluso el papa de Podemos. Confieso que yo no lo soy… en fin. No soy religioso. Y ¿usted?
                En el trayecto de Faro a Eindhoven, en el aire, allí donde radican los dioses, conocí a Nazaret, junto al suave sonido de unos motores, entre nubes lasas, blancas y grises, frente a un espacio puro y azul, entre idas y venidas de las personas que asistían el vuelo y que nos traían botellitas minúsculas de licor. Yo veía estos recipientes de juguete apoyarse en los labios de aquella extraordinaria e intrépida mujer y adivinaba como el líquido abrasador y amable recorría su cuello bronceado, lindo, espigado, delicioso. Hablamos. Bebimos. Era emocionante seguir sus confesiones, sus historias, el relato de todo su universo amplio.
                Y, como ocurre sólo a veces, nos hicimos amigos; al menos allí pusimos los cimientos de lo que vino después.
                Cada vez que viajo a Ochtrup, no pocas veces, casi siempre desde Faro, pasando por Eindhoven, no puedo dejar de pensar en esta extraordinaria mujer que tanto ha significado en este último tramo mi vida. Tengo la falsa convicción de haber estado con ella siempre, desde su pequeñez, conozco su historia, quizá no la que vivió, pero sí la que quedó impresa en su memoria, ¿qué puede haber más vívido que un recuerdo? Con frecuencia voy solo, y en silencio, y en mi mente suenan esas canciones de Janis Joplin tan idisolublemente unidas a Nazaret.  

viernes, 26 de diciembre de 2014

Nazaret 6

Porque después nos vimos muchas veces más, esporádicamente, hasta que dejamos de vernos en años. Eso nos modificó a ambos; no sé qué persona sería yo sin haber compartido aquellos encuentros con Nazaret. A veces pasaban semanas, o un mes, pero volvíamos a encontrarnos. Ella venía con cierta frecuencia a Villasperanza del Valle. Por entonces trabajaba en una pizzería de la capital y se escapaba con ese propósito hasta allí. Nos encontrábamos directamente en la habitación del hotel. Recuerdo que en la ducha siempre cantaba canciones de Janis Joplin y después, una y otra vez, me contaba la misma historia sobre su encuentro en los estados unidos. A mí no me cuadraban las fechas, ¡pero su relato era tan veraz!    

martes, 23 de diciembre de 2014

Nazarete (5)

Su pubis, ese vello oscuro en mitad de la piel blanca, escoltado por las estilizadas piernas que adoro, era tan hermoso, la letra perfecta con la que empezar una vida, o al menos aquel viernes. Me molesté en apoyar sobre el suelo el pie derecho a pesar de contar con escasa conciencia ya que toda mi energía cognitiva estaba depositada en la tarea de mirarlo. Era una dulce ráfaga de oscuridad en mitad de un albor reposado, un animal entrañable en mitad de la taiga nevada que clamaba de nuevo mis caricias, mis besos más delicados. El pelaje de esa criatura suave albergaba su olor, yo lo sabía hacía sólo un instante, y ahora mi olfato y mi memoria pugnaban por hacerlo relevante. De mis labios salieron las palabras acompañadas de un impulso de viento. La ráfaga iba dirigida a la parte pero me sobrecogió descubrir que el destinatario era el todo:
            — Te quiero.
            — ¿Ein? 
            — Creo que también me gustas por dentro…
            — ¡Dios! ¿Has vuelto a fisgonear mis radiografías?
Aquella mañana reímos de lo lindo. Carcajeamos sin medida Nazaret, su coño y yo. Pero de los tres, sin revelarlo en ningún momento, yo empecé por mi cuenta y riesgo a amar.
            Así nos fue a todos después.