martes, 26 de octubre de 2010

... rosa roja...

El alma, que lleva prendados fragmentos de luz, que ha tocado lo divino un día, sonríe a la materia, tan tosca, tan burda sustancia. Conduce la nave terrena, el timón tiembla en sus manos, por el proceloso mar de los sentidos, esos que le fueron tan ajenos. Y es que el intelecto, mecánico y racional, ahora dormido, ha prestado breve instante a las avenidas interiores, donde el alma, que había estado recostada entre mullidas arterias que rezumaban humedades azules de sangres bermejas —mundana e improvisada sábana de seda que la cobijaba—, despierta solazada y sonríe a la historia reciente de un beso, rosa roja de unos labios. Novísima experiencia que la hace alzarse de su postrado reposo y, divertida, activa el resorte, que cruje como cruje lo orgánico, hace trabajar a la materia y crea respuestas en forma de físicas convulsiones. Los humos, los sonidos y engranajes de la fragua que llaman vida, factoría insensata de carne, velan y ensordecen, ocultan y escatiman, despeñan los ideales intangibles que al alma sustentaban, como si de perros muertos se tratasen, arrojándolos por la pendiente que conduce al barranco del olvido. Inmolada la sustancia del alma en el acto profano de conducirse por los sentidos, queda el cuerpo desnudo, bello, ávido y sin rumbo. Jamás fue tan cuerpo.