martes, 24 de mayo de 2011

... otro amanecer en Villasperanza del Valle...

Ahora que el viento del sur azota mi piel ya no me resulta tan grato morir. Mis ropas blancas ondean levemente. Es un flagelo cálido que muda mi anterior resolución. Sin embargo me encuentro al borde de este abismo y por mucho que Noto me susurre hermosas historias que habrán de acontecer en estíos venideros, por mucho que traiga a mi oído futuras gestas de individuos insignificantes o singulares, nada hay ya que se pueda hacer. Han sido contados mis días y confieso que su número no es una cifra menor. Mis pies han sido dispuestos en la línea última, bajo mis dedos se cierne el vació, la caída. Ese hecho duro y frío que sin embargo habrá de restaurar el equilibrio de esta vida que ya no lo es. Me encuentro firme, resuelto. Aunque ahora prefiero vivir sonrío ante mi inminente muerte. Pero también unas lágrimas surcan mi rostro como caudales de llantos venidos a menos.

Frente a mí, en la otra orilla de la descomunal abertura que me habrá de engullir, unos jilgueros revolotean y pían entorno a un olivo centenario. Tras ellos se extiende una llanura casi estéril, de rala vegetación. Y puedo divisar en la distancia cierta ondulación en la orografía, una sierra menor quizá. No recuerdo que existiera nada de eso antes.

El sol, que se sumerge tras la estampa descrita, me inquieta. Su fulgor es impresionante, parece más lozano. No es ahora un astro cansado como me había parecido ayer. Sus rayos se adentran en el cielo con resolución e inundan el espacio. Se trata de una luz limpia, nueva, radiante con la capacidad de mutar en murmullo, en grito exultante.

Tres minúsculos pasos me sitúan al límite. Tiemblo. Miedo. Es ya la mitad de cada uno de mis pies lo que ha ingerido este abismo, percibo la ansiedad de sus fauces devoradoras. Ahora me dispongo a saltar. Salto. Y al saltar la realidad se desvanece.

No tengo, por tanto, más remedio que seguir viviendo.