sábado, 26 de septiembre de 2009

Insomnio

Este agosto oscuro y estrellado se pega al cuerpo desnudo, se hace presente mediante una película de sudor, un humor ligeramente graso, como el híbrido que formaría una gota de aceite de oliva mezclada a fuego lento en un recipiente sucio al que se hubiera vertido un litro de agua salada. No hace más de unos pocos minutos de la última ducha y la higiénica humedad, deliberadamente olvidada sobre el cuerpo, ya se ha tornado en ese envoltorio pegajoso. Alguna nocturna sirena de ambulancia, servicio de urgencia, se ha dejado oír en la distancia dilatada por el calor que asfixia a la ciudad. En el exterior de la oprimida habitación una de las bombillas, ocultas en el interior del rótulo del hostal, está parpadeando, a punto de dejar de ser útil, y su luz albina modula la intensidad de la escasa iluminación que penetra en el exiguo cuarto. Esa luz, de un albor limpio que contrasta con el rótulo del que procede, muestra al joven tirado sobre unas sábanas impregnadas del oleoso elemento que cubre su piel. El parpadeo luminoso hace evocar al muchacho una película de cine cuyo motivo es la ciudad de Nueva York y la intermitencia regular y previsible de un neón de color rojo.
Allí, de donde procede, cerca del mar abierto, la brisa ayuda a conciliar el sueño. El calor que conoce, que le es habitual, es seco. Aquí la humedad marina es algo quieto que forma parte de la ciudad, y el calor de esta noche —tanto es que es un castigo—, la fija a cada uno de sus rincones, impide que se renueve. Es una humedad rancia.
Ha dejado atrás lo conocido. Saltado al vacío asido a unos pocos billetes. Hasta ahora sólo ha conseguido pasar las noches en vela. Y el tiempo pasa lento. Lento en la piel, en los sentidos; mucho más fugaz en el bolsillo. El calor, la fatiga provocada por la vigilia, la humedad pegajosa, esta ciudad agotadora no dejan pensar al arrojado muchacho. Necesita hacer pie, centrarse, poner las ideas claras. Ha pensado largamente en aquello, realizar esa llamada, que quizá sea el modo de empezar.
Alarga la mano sobre la escueta mesita y recoge la cajetilla de cigarrillos deforme por el uso compulsivo. Busca con los dedos hasta desgarrarla, y descubre que está vacía. Lanza el inocuo amasijo de papel y celofán por la ventana, agrediendo así a la ciudad que lo castiga.
Es este calor que desordena las ideas, las frena y adormece, ralentiza la actividad de la mente. No puede haber otra explicación que justifique la acción anterior. La pequeña luz al fondo del callejón oscuro en que se ha convertido el proyecto de establecerse, el endeble hilo del que tirar con la remota posibilidad de sacar algo con lo que asirse a esta ciudad voraz, aquello que quizá permitiría hacer pie a ambos lados de sus enormes fauces devoradoras, viaja por el espeso aire detenido en la calle. Es todo culpa de la ausencia de un viento que lo renueve todo. Es todo culpa de este insomnio que lo hace miserable y obtuso.
Se dice que tiene que recuperar la cajetilla a toda costa. Sólo aparentemente está vacía. Incluye la que considera su última opción. A su favor la certeza de que el viento no la llevará lejos. Busca en el interior del armario, va quedando poca ropa no usada, lo más ligero que poder vestir está usado. La sola idea de cubrir el cuerpo lo lastima.
Siente que sin la cajetilla se cierne la oscuridad, se cierran las puertas, concluye el proyecto. Su intento de hacerse ciudadano, en el sentido más estricto del término, se desvanecerá con la constatación definitiva de su pérdida. Se niega, aunque con indolencia, agotado por el calor. Necesita esa cajetilla de cigarrillos. Tiene acabadas las fuerzas, retornará a su realidad vacía, tiene que depositar la escasa y mermada fuerza de su arrojo en la búsqueda de ese maldito paquete de tabaco. Es un imperativo.
Para poder cubrir el torso con la blusa que ha elegido, una medianamente limpia entre las escasas opciones, precisa una ducha. Al fin y al cabo ningún viento enojado arrastrará lejos la arrugada cajetilla, serán cinco minutos. Mira de frente, tiene contados los dieciséis pequeños orificios surtidores de vida, ve salir los minúsculos chorros y cierra los párpados bajo el frescor. Cajetilla. La imagina quieta y silenciosa, calmada, deleitada en la soledad tranquila de la madrugada, en medio de la acera, quizá sobre el asfalto abrasado de la calzada, como mucho apoyada en el bordillo, quizá entre los coches, oculta, extraviada para siempre. Crece la ansiedad. Necesita hacerse con ella, sin embargo el agua recorriendo su cuerpo lo tiene parado. Confía en que el frescor ordene sus ideas. Pero es una sensación efímera, el agua, como todo en esta ciudad, acaba estando caliente.
El sonido de unas sirenas está clavado en la lejanía. Las puertas de la calle están abiertas. No corre la más mínima brisa. La noche oscura se cierne más allá de la luz de las farolas. Ya en el exterior, para orientar la búsqueda, indaga con la mirada sobre la fachada del edificio intentando identificar su habitación; el parpadeo de la luz del letrero consigue que se sitúe. Al mirar sobre la posible zona en que debería encontrar la ansiada cajetilla percibe el hedor de un desbordado contenedor de basura. En la oscuridad, con premeditada discreción, equidistante entre las luces de dos farolas, el surtidor del mal olor, hostigado por la temperatura reinante en la ciudad, se ha parapetado tras un círculo de grosera inmundicia olfativa que se hace más intenso a medida que se estrecha su perímetro. Según los cálculos del joven, internarse en él es ineludible.
Para recuperar la cajetilla se sumerge en efluvios intensos y desagradables. Alrededor del contenedor escasea la luz. Tiene puestas sus esperanzas en encontrar la cajetilla fuera del núcleo pestilente. Merodea fijando la mirada con disimulo a pesar de estar solo en la ciudad. Va creciendo la sospecha. La sucia tapa del contenedor está abierta y se apoya en las cajas acomodadas sobre un costado que no han tenido cabida. Sería imposible cerrarlo, desde el interior se eleva una pirámide de suciedad mal contenida en bolsas desgarradas. Quizá la fortuna, esquiva, hizo que el maldito paquete fuera a parar al interior.
Por fin no tiene más opción que acercarse al contenedor. Ahora el obstinado e inconmovible calor, sumado a la creciente y agobiante pestilencia, lo introduce en una nebulosa que se hace presente hasta avasallar sus flaquezas, se hace sólida, como una nube espesa e irrespirable, y se instala en las sienes, y la mirada se turba. Se hace pesada y agota las fuerzas, y especialmente la voluntad. Con creciente agotamiento, con asco, se asoma al contenedor, observa el montículo degradado, las bolsas incapaces de cumplir su función, derretidas, quebradas.
Aquel estado de fétida embriaguez lo hace dudar, quizá no es tan trascendente seguir en la ciudad. Su idea de esta ciudad, la conocida, la que lo derrota cada día, no es el reflejo de aquella platónica idea que albergaba su deseo, esta es hija de otra figura, distinta y oscura, pálpito de otra idea, la de un exabrupto asfixiante, la de una patada que habita el mundo de las ideas.
Se apoya en el contenedor, tocando con sus manos algo pegajoso entre plástico y orgánico. Se asoma; el hedor nubla su conciencia hasta el extremo del abandono. Cae. Se sumerge. Se pierde.

Con el revuelo que se había armado a primera hora de ayer se habían ahorrado barrer en la zona delimitada por las cintas policiales. Sin embargo hoy el trabajo necesariamente se habría duplicado. A pesar de la existencia de las múltiples papeleras que se pueden encontrar aquí y allá, y la presencia del fatídico contenedor, los envoltorios convertidos en despojos inservibles, los cigarrillos a medio fumar, los excrementos y, en general, las suciedades más diversas poblaban el suelo de la calle.
El hombre se limita a barrer, como todos los días; quizá sí, sí mira de reojo el contenedor de basura, ahora vacío, pero no se ufana, al fin y al cabo ni él ni ella han sido autores del hallazgo. En lo sucesivo aquel contenedor será catalogado entre los profesionales del ramo como otro mítico contenedor; así ocurrió con aquel, a tres calles paralelas de aquí, en el que, en 1997, apareció un bebé recién nacido envuelto en una bolsa de Galerías Preciados atada con el propio cordón umbilical. Entonces el empleado del servicio de limpieza municipal de esa zona llegó hasta a jactarse de su hallazgo.
El barrendero municipal acaba de comentar con su compañera lo insoportable de el calor, como cada rato desde hace semanas. La mañana ayuda poco a combatir los rigores de esta temperatura que sigue atrapada entre la humedad de la agotadora ciudad. Mueve la escoba a lo largo de la acera con parsimonia. La compañera hace lo propio en la distancia, frente por frente, en la otra orilla del calcinado río de asfalto. Está habituado, eso sí, a los olores de toda índole. Quizá por ello no descubrió nada ayer.
Se dice que habrá visto, a lo largo de sus ya incontables jornadas de trabajo de auxiliar del servicio de limpieza municipal, un sin fin de cajetillas de cigarrillos arrugadas e irremisiblemente entregadas a su escoba. ¿Por qué entonces aquella llama su atención?
Había fumado aquellos cigarrillos cuando estuvo en Marruecos. Claro que sí. La tiene entre sus guantes, alisando su forma, en efecto eran estos cigarrillos rubios de nombre Marquise y cajetilla color verde. Él recuerda, como si fuera ayer, el peculiar sabor de la bocanada de humo de estos cigarrillos; se adherían con intensidad a la garganta. Aquí, entre el papel y el celo hay una tarjeta de visita, pero a él sólo le interesa recordar su viaje a Marruecos.

martes, 22 de septiembre de 2009

... desengaño dermoestético...

Poned crespones negros en las solapas, pues las tan admiradas tetas de mi vecina, por artificio de la ciencia médica, han aumentado notablemente. En un momento de los últimos días aparecieron sorpresivamente tras un recodo del edificio dos volúmenes apuntados, heraldos de su portadora, y pensé en aquella canción que decía que el Kilimanjaro es un sitio raro; dos montañas nevadas en mitad de Tanzania. Aquellos pequeños cerros adorados, con su elegante modestia, habían sido sepultados por una ingente cantidad de un polímero inodoro e incoloro de silicio. Quizás por ello la camiseta de mi vecina, que a duras penas contiene los dos picos imposibles incluso para Heinrich Harrer, reza: made in Silicon Valley. Pienso que podría decir: bien venidos a California.
Cuando coincidimos a solas en el ascensor, entre algo de miedo y un vago recuerdo de pulsión sexual, el sentido común me empuja hasta encogerme en el fondo. Sin argumentos sólidos me adoso a la pared a sabiendas de estar trasgrediendo la recomendación del fabricante: capacidad máxima de cuatro personas adultas. Mis dientes rechinan sin mediar palabra.
La sonrisa de mi vecina, en la nueva distancia, es luminosa. Se atisba entre los destellos de su nuevo fulgor un no sé qué de suficiencia. No creo que exista muralla que no se rinda ante el sitio de esas voluminosas glándulas que se sostienen practicando una suerte de equilibrio insano, trasgresor de leyes relacionadas con manzanas. Este fenómeno parece haber dado vida a los otrora ojillos oscuros de la dueña de las mamas de redondez impuesta.
Añoro la caída natural de sus senos en las antípodas del tamaño pesadilla; lloro la mesura, la imagen de dos tiernos cervatillos blancos y pequeños. Mi insignificancia no estará jamás a la altura de la voluptuosidad aerostática. Ahora sé que nuestro amor es imposible.

martes, 15 de septiembre de 2009

... letargo...

El primer chaparrón se desliza en nuestra tarde marcialmente, como un militar sonado y de piel tostada, licenciado del Tercio, que arribara todos los años a cortejar a una muchacha bonita, ahora entrada en años. Estas primeras aguas son su visita regular, son el desfile de este hombre a vuelta de todo, estas gotas repiquetean en la calzada al paso firme de sus botas. Gotas de final de verano, gotas que inician proyectos. Esto, que ocurre todos los años, nos sorprende con falsa sorpresa como si fuéramos esa muchacha cada vez mayor, acaso ajada, tras una celosía. Se apaga la luz del verano.
Me marcho, hoy empiezo en el gimnasio.