domingo, 2 de octubre de 2011

... verde...

Llega el otoño, llega la tarde y llega mi familia a este nuevo hogar. El suelo de este salón aún desnudo, que es de madera pulida, invita a desnudar los pies. Me imagino a mi misma soportando una taza de café y observando el jardín a través de los hermosos ventanales. Cuando tomé la decisión que me ha llevado a estar aquí ahora, esa vista a través de los amplios cristales tuvo la facultad de sojuzgarme; ya entonces visualicé mi imagen con la taza en la mano. Me sentí algo básica sabiéndome consciente de que esa estampa procede de los cientos de películas vistas. No es real que forme parte de mí, ni de mi modo de sentirme bien. No soy hogareña. Lo cierto es que suelo tomar el café fuera de casa y desde luego en vaso. Supongo que por todo ello hace unos días compré unos vasitos de vidrio con un engarce metálico que los convierte en un híbrido entre vaso y taza. Me he dicho hasta ahí puedo leer y sonreído. Quiero limpiar muy concienzudamente esos cristales de los amados ventanales. Quiero que todo sea perfecto. Pronto estarán aquí mi pequeña y Gonzalo.

Cuando nació la pequeña él estuvo tan cariñoso, fue todo tan maravilloso, que decidí casarme. María entre los dos, entonces liberada ya de traumas y dolores, hacía bonito, era una recién nacida hermosa; me vi por primera vez como parte de un todo. Estas imágenes sencillas se están apoderando de mis decisiones. Entre sábanas verdes, sudores y olor hospitalario, con nuestra hija de hermosos labios ya entonces reposando sus primeros minutos entre ambos, lo miré a los ojos y lo vi. Descubrí al Gonzalo que podía ser para siempre y sucumbí a su petición de casarnos. Reímos a carcajadas mientras la matrona pensaría que éramos unos personajes de ficción.

Lo que más me gusta de nuestro nuevo jardín es el olivo. Este árbol convierte el espacio verde que tanto necesité siempre y del que ahora podemos disponer en un lugar mío, inspirado por mí; alguien dijo una vez de una de mis esculturas que parecía un olivo, muchos rieron por el ingenuo comentario excepto yo, aquel joven resultó ser Gonzalo. Al jardín lo rodea una empalizada de ladrillos rojos por los que han trepado el musgo y las enredaderas que nacen en los arriates a los pies del muro. Todo es salvaje, descuidado a propósito en los arriates. Por lo demás el espacio lo cubren un césped bien cuidado y mi olivo, que contribuye a ese minimalismo formal con su majestuosidad. En mitad de la hierba el árbol se asombra del verdor sobrecogedor que lo rodea.

En lugar del café de mis ensoñaciones he encendido un cigarrillo. Gonzalo se retrasa con nuestra hija. Tras el muro y la verja de metal cerrada a cal y canto la tarde se desploma sobre los edificios del pueblo. He observado con deleite como el círculo dorado del sol, que incendia un cielo otoñal, acaba de ser ensartado por la forma afilada de la torre de la iglesia.

Han llegado oscuridades al jardín y del negro del muro el silencio ha arrancado un frío que me corre la espalda. Es extraño lo que tardan. No sé cómo pero tengo una manta sobre los hombros. De entre las sombras parece como si el capricho de mi mente formara formas humanas, personas quietas que me miran mientras yo me amparo tras los ventanales. Son numerosos y algunos reposan su quietud sobre sillas de dos ruedas.

Es intolerable lo que tardan Gonzalo y la niña.

lunes, 26 de septiembre de 2011

... Nomi...

Nada, ni nadie lo indica. Aún así se entra con sigilo. Enseñoreando el aire un olor químico se codea con el orín. Hay ancianos escuálidos que arrastran sus pijamas celestes con la entrepierna caída y desabotonada. Ostentan frascos de cristal que penden de estandartes metálicos, como banderas enfermas, que se comunican con ellos a través de conductos transparentes por donde se deja caer la vida. Es el efecto de la inercia. En las venas de sus brazos se agolpa ese hilo que los ata a la existencia.

En el pasillo me detengo desconcertado, como si mi juventud estuviera en peligro. Y, con torpeza, me dejo llevar hasta una de las habitaciones, donde me topo con un ser diminuto hasta lo liliputiense. Se trata de un anciano, que al sentir mi presencia se vuelve con sigilo; es de rasgos japoneses. Al instante comprendo que estoy ante Nomi que sonríe y se vuelve a dar la vuelta. Observa como el otoño lanza hojas que con resignación llegan al suelo de hierba seca que rodea a los árboles centenarios.

En la facultad me habían indicado que este hombre poseía la más bella flor de crisantemo, única en su especie. Continua de espaldas observando la tarde y yo hago lo propio pues su cuerpo no es suficiente para eclipsar la imagen que tamiza la ventana. De este modo mantenemos una conversación breve y alargada por el silencio limpio de sus pausas. Oscurece en la ventana al tiempo que amanece en mi instinto de botánico.

Después hemos tomado té y me ha mostrado el crisantemo que guarda en un cuaderno de memorias. Quizá fue bello en otro tiempo. Ahora sus hojas están secas, se han convertido en polvo. Nomi me indica, sin gravedad, con parsimonia y mientras sonríe: « El crisantemo dejó de regalar su fragancia ».

lunes, 19 de septiembre de 2011

MITO

Visto la camiseta de Dani Segundo mientras juego en mitad de la acera arropado por el estruendo continuado de coches. Mi pelota deshinchada pega sobre los ladrillos rojizos de una fachada. Golpeo cada vez con mayor energía en un intento por hacerme notar; pero soy un niño minúsculo. Gritos humanos, ladridos de perros y otros sonidos no artificiales, serpentean el ruido monocorde de esta sinfonía delirante. Estoy sólo y los vehículos se agolpan junto a mi conscientes de que dejar berrear al claxon no cuesta dinero. A tramos irregulares voces anónimas pugnan por abrirse paso, hacerse notar en semejante despropósito. Un Josemanuélameriendaaaaaaaaaa llega con éxito a mi oído procedente del patio interior del bloque de pisos.

Sí, lo han adivinado, me llamo José Manuel y esa voz de soprano que oyen es de mi mamá. Soy consciente de que no dejará de desgañitarse hasta que el pan con vetetúasaber no esté entre mis manos. Recojo con el empeine el balón y, a la vez que camino, lo voy golpeando alternativamente con uno y otro pie. Así, sin que ello suponga un mínimo esfuerzo, subo las escaleras de tres pisos y hago sonar el timbre de casa. Ciento veintiuno, ciento veintidós, ciento veintitrés… mi mente lleva la cuenta, podría estar así hasta mañana.

¿Saben lo que creo? Quizá se esté forjando un mito en mí. Pero también puede ser que esta ciudad, en una de sus rotaciones violentas, lance mi inocencia y mi habilidad contra las paredes frías de una multitud sin forma, una muchedumbre sin voz, una humanidad anónima e ingente, y mis ilusiones sean desmembradas merced al golpe que resultaría de ello.

Valla por Díos, pan con manteca otra vez.



martes, 6 de septiembre de 2011

... azul...

Por la distancia la embarcación es minúscula en un cielo plomizo que se quiebra con rayos inofensivos cuyas luces, a ratos espaciados, salpican los flancos de la nave. Es el afecto que parte. Un cariño grave, redondo, se marcha dejando oscuridad y tormenta. Ahora el alma, esa identidad dudosa, ese peso muerto que arrastra mi intelecto, se derrumba o empequeñece, se apaga y muestra síntomas de cambio. Su color se torna violáceo y oscuro. Contra el muelle la mar caprichosa me tira sus olas con saña. Son espumosas y violentas esas aguas que se confunden en mi cuerpo con la lluvia enojada. La tormenta está desatada e imagino lo pequeña que resulta mi imagen desde la embarcación y tiemblo en el azul que lo domina todo.

miércoles, 6 de julio de 2011

... rojo...

Nada. Y detrás de ello un vacío metálico, un silencio redondo, perfecto. Nada y se suceden los husos, las revoluciones, el tiempo devorador que engulle a los hijos de la tierra. Silencio, o acaso el tictac de los días idénticos. Camino por una ciudad cualquiera y sin embargo sé que en ella radican mis raíces; lugar extraño y desconocido, ajeno, que tiene un nombre repetido con vehemencia. Mi soledad. Observo como el vidrio de las lunas recibe el brío luminoso de esta urbe mientras mi cuerpo, embutido en ropas sin lustre, emula el sortilegio del vampiro, soy Nadie pues mi imagen esquiva el reflejo en los cristales. Nada. En los escaparates abigarrados, allí donde se da la vida, el comercio, falta mi existencia. Deambulo. Nada. Nadie. Pero en mitad del bullicio vacío, en el centro mismo del silencio estridente un océano rojo. Remembranza limpia, evocación sonora, cromática. Quiero recordar el sonido suave de sus pasos sobre el albero, sus pies pequeños sin nombre, el disparo de sus frescos ojos profundos, dos mares. Cruzamos las miradas y su rostro se enciende. Rubor adolescente, vivo, y bajo el color una sonrisa leve, una pequeña mueca osada, roja. Olor a lavanda y mi juventud. 

miércoles, 29 de junio de 2011

... blanco...

Me he ido llorando. La muchacha de la triste figura está desnuda. Su cuerpo blanco y flaco es un huso profanado por la tinta de distintos colores que decoran su orografía sencilla. Las formas de esta joven muestran un relieve suave, no aventuran depresión ni estridencia. Desde antes que se insinué su codo un tatuaje de puro ornamento multicolor, sin representación concreta, se derrama hasta la mano; allí se enreda en la profusión de anillos que visten sus dedos afilados y atractivos. Además una mariposa extiende sus alas desde la escasez de uno de sus pechos para llegar hasta una magra nalga, aquella que le es más lejana, tras atravesar el costado y la espalda. Dan vida a este hermoso insecto sencillas líneas que respetan el albor de la carne de la mujer. Por lo demás todo es blanco, muy blanco, albino alrededor de su azabache monte de Venus. Cabello ralo, ojos oscuros en oscuras cuencas y dos pezones apuntados conforman el resto de accidentes, pues son en ella blancos hasta los labios. Adivinamos su esqueleto algo encorvado bajo este envoltorio limpio, de pura leche, y querríamos pensar que esta persona está diseñada para ser un calmante para la lujuria. Sin embargo sus ojos, su silencio, su oscuro triangulo me invitaron y el deseo se había instalado en mi. Siento en ese instante el calor del güisqui en la garganta y cómo bombea mi corazón la sangre que llega a mis sienes. Los labios mudos de esta mujer, nada voluptuosos, permanecen impasibles, como si alguien hubiera trazado una línea para engañar a la sumisión de un rostro sin voluntad ni oposición, sin posibilidad de queja. En la habitación olía a un excesivo ambientador dulzón que empujaba a mi consciencia hacia la caída, hacia la nada. Me precipito sobre ella con torpeza y la abrazo sin soltar el vaso. Permanecía impasible mientras mis brazos se anudaban detrás. Una de mis manos se aferra a la muñeca por encima de mi otra mano vertiéndose así parte del contenido del vaso sobre la nalga de la chica. Nada. Ninguna palabra, ningún suspiro. Ningún movimiento. Me aferro excitado a un cuerpo que permanece impasible en mitad de la habitación, erguido y con los brazos a los lados. Ahora brotan las lágrimas. Mis lágrimas. Les dije que ya me había ido.    

lunes, 27 de junio de 2011

... amarillo...

Los girasoles me hablan. Me dicen con sencillez que son amarillos, muy amarillos. Inundan los campos extendiéndose desde ambas riberas del rió de asfalto líquido y pegajoso por el que conduzco. Trigueros. San Juan del Puerto. Girasoles, que son una sabana ligera de un amarillo intenso, que cubren toneladas de tristes aceites y mejores pipas. Girasoles que me recuerdan para siempre una oreja amputada y la obsesión del arte, también lo penoso e inmundo de esto mismo, el arte. Amanecer dorado que se sonroja del dorado de los campos. El sol es una pataleta pálida que, sin embargo, alumbra mi camino. De este lunes repetido en mil lunes que lo preceden recordaré siempre el color de los girasoles parlanchines y este amanecer menor, sin fuerza, incapaz de ser amarillo.  

martes, 24 de mayo de 2011

... otro amanecer en Villasperanza del Valle...

Ahora que el viento del sur azota mi piel ya no me resulta tan grato morir. Mis ropas blancas ondean levemente. Es un flagelo cálido que muda mi anterior resolución. Sin embargo me encuentro al borde de este abismo y por mucho que Noto me susurre hermosas historias que habrán de acontecer en estíos venideros, por mucho que traiga a mi oído futuras gestas de individuos insignificantes o singulares, nada hay ya que se pueda hacer. Han sido contados mis días y confieso que su número no es una cifra menor. Mis pies han sido dispuestos en la línea última, bajo mis dedos se cierne el vació, la caída. Ese hecho duro y frío que sin embargo habrá de restaurar el equilibrio de esta vida que ya no lo es. Me encuentro firme, resuelto. Aunque ahora prefiero vivir sonrío ante mi inminente muerte. Pero también unas lágrimas surcan mi rostro como caudales de llantos venidos a menos.

Frente a mí, en la otra orilla de la descomunal abertura que me habrá de engullir, unos jilgueros revolotean y pían entorno a un olivo centenario. Tras ellos se extiende una llanura casi estéril, de rala vegetación. Y puedo divisar en la distancia cierta ondulación en la orografía, una sierra menor quizá. No recuerdo que existiera nada de eso antes.

El sol, que se sumerge tras la estampa descrita, me inquieta. Su fulgor es impresionante, parece más lozano. No es ahora un astro cansado como me había parecido ayer. Sus rayos se adentran en el cielo con resolución e inundan el espacio. Se trata de una luz limpia, nueva, radiante con la capacidad de mutar en murmullo, en grito exultante.

Tres minúsculos pasos me sitúan al límite. Tiemblo. Miedo. Es ya la mitad de cada uno de mis pies lo que ha ingerido este abismo, percibo la ansiedad de sus fauces devoradoras. Ahora me dispongo a saltar. Salto. Y al saltar la realidad se desvanece.

No tengo, por tanto, más remedio que seguir viviendo.

lunes, 14 de marzo de 2011

Haiku

Nomi recibió un crisantemo. Al abrir la delicada caja en la que éste le había sido enviado su aroma le llegó al olfato, incluso inundó la estancia en la que estaba. En emplazamiento tan constreñido el olor se había concentrado de tal modo que su intensidad ahora se permitía reinar en toda la vivienda. Nomi amaba la belleza. Las hojas del crisantemo, su forma perfecta acariciaban el espíritu de este hombre sencillo.

Aún era la estación de las lluvias y hacía frío. Tras el vidrio de la ventana las gotas de agua caían de los alfeizares de las casas colindantes. Las canalizaciones llevaban el agua de la lluvia al estanque del jardín. Con un cuenco de té entre las manos admiraba su crisantemo. Sentía que ello era cálido. Amaba la belleza, se recreaba en el efluvio que gobernaba la casa.

Con el paso de los días el sol se abrió paso entre las nubes, el zinc de las conducciones de agua brillaba limpio y seco y el estanque de agua calmada significaba paz. En el interior de la vivienda de Nomi se ha disipado todo perfume del crisantemo y sus hojas se han ajado. Este hombre sencillo sabe que la belleza es efímera, breve, intensa, como un poema.

martes, 8 de marzo de 2011

M A D R I D

Camino por esta ciudad inmensa, grande, repetida en cada rostro, desmesurada. Ninguna mirada se cruza conmigo, el ajetreo autómata me circunda y prescinde de mi. No soy nada, no soy nadie. Vacío hasta el último vestigio de energía de mi cuerpo, sin éxito. Madrid sólo quiere de mi las escasas monedas que restan en mi bolsillo. En cada rincón fuerzo el contacto visual, alguna conexión esencialmente humana, no, no ocurre nada, no soy nadie. Siento frío, pena y frío. Caminar. Incesantemente. Por fin me dejo engullir por una de sus numerosas bocas. Madrid se derrama por ellas. Soy un átomo de la corriente que se deja tragar por esta M; la ciudad se repite en cada uno de nuestros rostros y se multiplica en el subsuelo. Madrid somos nosotros, viajeros que buscan un rostro, una sonrisa. Esta ciudad es un camino. A través de las cabezas informes y sin nombres el tren llega a una estación: mil rostros serios, cansados. Pasillos sucios, ruido sin palabras y salida. Veo un reloj, ansío salir pero la multitud impide que lo haga con presteza, gente pisando uvas y, a pesar de las nubes que cubren el cielo metropolitano, un Sol. Por fin subo por la calle de la Montera y me topo con la sonrisa que anhelaba. Falsa alarma, esta sonrisa tiene un precio. Estoy cansado. Gran Vía. Por fin el hogar impostor y la escasa potencia del agua de la ducha, dieciséis orificios surtidores de agua templada. Me he tumbado en las sábanas limpias y el agotamiento me hunde en la cama. El cansancio y esta soledad me dan la oportunidad de estar conmigo, a solas, es ocasión de conciliar a Mi conmigo, esos dos extraños. Sonrío. Esa era la sonrisa que buscaba. Doy gracias a la ciudad de Madrid.

jueves, 3 de marzo de 2011

... un beso de anuncio...

Ahí la veo llegar con mil bolsas. Es de una belleza silvestre, ajena a la urbe. He visto cientos de películas de aventuras en las que la heroína conjuga con maestría una belleza serena con lo intrépido de su actitud indómita, el carmín en los labios con las botas de montaña. En mitad de la selva aparece, casi siempre surgiendo desde una modesta e incómoda tienda improvisada, vistiendo un traje de noche, linda, y se dirige hacia el fuego de campaña resuelta y femenina. Esta mujer, versada en el uso de la navaja multifunción, suele ser de cabello no muy largo, rubio y con cierta ondulación, y es capaz de salvarte de las garras de las más fieras alimañas para después hacerte sucumbir bajo su mirada sólida, tranquila y resuelta.

No debes amarla nunca. Tengo que sonreír al pensar esto. Se mueve por el mundo sin ataduras, libre; su bien más preciado es su ausencia de compromiso. Jamás se adaptaría a Nueva York, donde al parecer no tener pareja es pecado. Podemos admirarla, o sólo mirarla, solazarnos en la contemplación pues es muy hermosa, podemos tocar u olerla, pero jamás amarla. Vuelvo a sonreír, amargamente ahora. En ese terreno es distante, efímera, su recuerdo un efluvio que jamás desaparece de la ropa. Ausencia sería su nombre.

En la ciudad está constreñida por lo absurdo del tiempo, algo de otro planeta, su mundo comienza donde terminan las ciudades. Su sonrisa es de un albor luminoso. Es muy linda, sí, pero nos jode que llegue tan tarde. Siempre llega tarde. Todo eso que hemos ido gestando, las reprobaciones y quejas, tan justificadas, se caen al suelo como hojas secas cuando ella llega y te sonríe. Te dice lo siento. Te muestra su sonrisa, te desarma. Te besa. Es un beso químico y dulce. Puedo imaginar el carmín pigmentando mis labios.


El coche queda a mi espalda, quizá abierto. No puede ser esa hora. No debe ser esa hora. Corro con las bolsas en la mano y las llaves en la boca. Tengo asido el llavero de pasta rígida y negra con los dientes para evitar que la pintura de mis labios se degrade. Este rojo intenso me costó tres euros. Es de una fijación sencilla pero me gusta a rabiar el tono. Cuando lo vi, me lancé a por él. No puede ser esa hora. Las tetas me van a salir por encima de la camiseta. No llevar sujetador me pareció acertado antes, ahora es un engorro. Debo seguir corriendo. Si al menos pudiera cubrir o sujetar mis pechos con uno de los brazos, pero mis manos están ocupadas por las bolsas ¡qué espectáculo! Siento las miradas de la gente justo encima.

Tanto luchar para llegar con los labios en su rojo más intenso, este carmín que me mata, y ahora voy y lo beso. Me recreo en el beso, en la cálida humedad de este beso.





jueves, 24 de febrero de 2011

S I L E N C I O

Entre un amasijo de hierro y cascotes perfora mi costado algo punzante y frío. A duras penas puedo mover algún músculo pero el dolor que esto me provoca me limita a la quietud. Estoy enterrado, vivo. Quiero recordar. Veo un edificio en construcción, una elevada torre. Evocar el momento justo en que todo se desplomó sobre mí y me convirtió en escombro, en un cascote más fruto de la demolición. Sin embargo las imágenes son confusas, se debe, sin duda, a las continuas idas y venidas de mi conciencia. Quizá sueño. Es probable que yo sea un atrevido constructor de torres sin los recursos suficientes para elevarme a esa altura pretendida junto a los nobles materiales que la elevaban, pero también es posible que sea otra persona la que construía esta torre, y yo sólo fuera un príncipe cautivo entre sus muros. Ahora, en vida o en sueños, estoy atrapado, enterrado entre los vestigios de una ilusión que quiso conquistar la altura.


El polvo de este delirio es tan real que la experiencia de asfixia es vívida, quizá cada cascote es realmente argamasa y piedra, quizá lo que perfora mi costado es realmente el barrote de una ventana malograda, pues siento como mi sangre recorre su superficie quieta. Abrir los ojos me sería útil tan solo para tener un indicio, solo un indicio, de vida. No veo nada nuevo, lo que veo son las mismas imágenes que observaba tras los párpados, quizá mis sueños, puede que el pensamiento consciente. El dolor es un aglutinante que me hace una unidad con todas las materias, no estoy en mitad de la ruina, no soy parte de la ruina, mis palabras son las palabras de toda esta destrucción.

martes, 22 de febrero de 2011

... muellemente...

En mitad del cristal una rama es zarandeada por el enojo. El viento, portador de este enfado, es de un azul intenso, frío, duro y pesado. Su mensaje de ira está silenciado por el hermetismo de la habitación. Oigo el sonido minúsculo que produce esta rama cuyo movimiento la lleva al vidrio gélido, es como una queja muelle… suave a este lado del conocimiento, de mi forma de pensar las cosas, a este lado de la habitación. Como un rasguño en mitad de la pizarra antes de que la tiza se quiebre es este lamento vegetal. Leve, suave, muelle, casi imperceptible si prestara atención a la vida, a mi propia respiración; presente sin embargo en este estado de inacción en que me hallo.

Desconozco la cantidad de tiempo que va desde la sucesión lógica anterior hasta el momento en que he dejado en suspenso eso a lo que llamé vida. El instante en que cancelé toda actividad vital se confunde con el color negro y con el olvido. Lo realmente trascendente es ese sonido estridente y callado. Todo está dispuesto para el abandono; sólo debo confundir la idea que tengo de mí, de mi pensamiento, el conocimiento que me ata a mi percepción de mi mismo, con el movimiento de una rama de un verde callado, apocado, sin lustre. La trivial actividad de ésta me deberá liberar de mi mismo, de saberme, de la dolorosa reencarnación diaria. Sigo mirando a través del cristal.



lunes, 7 de febrero de 2011

... pequeña María...

El rocío perla la hoja y la luz inunda cada esfera acuosa; distintos universos de formas y color habitan en tan reducido espacio del jardín. Ese todo abisal es un punto verde idéntico a otros miles en mitad de esta tarde soleada que se hizo hueco en mitad de la estación, en este rincón del patio. En la distancia, bajo el templete y tras los vidrios de sus ventanales, una niña diminuta, con indumentaria colegial, dibuja con lápices de colores. Hay un insecto que traza itinerarios irregulares y sin sentido alrededor de sus coletas. De entre los poros de celulosa de las cuartillas de papel parece brotar la lozanía de una hoja verde con trazos sólidos y decididos, rabiosos, que trascienden los límites de la forma inicialmente trazada. Tanta fuerza transmite la pequeña a la hoja de papel que la rasga y quiebra, abriendo una grieta por la que se cuela la tarde cálida y la luz.

Una brisa ligera trae el olor de la tierra mojada y en la distancia se escucha un lamento en la garganta ronca de una nueva tormenta.

martes, 4 de enero de 2011

Esperando a Naim

Sobre la mesa la pasión. Y en los dedos estaba el temblor de una vida atrapada. Y en las hojas amarilleadas de un libro manuscrito la caricia de un soplo, el del viento gris y huraño de una tarde de otoño. Mil otoños, cien primaveras en las hojas ajadas, como recuerdos dormidos, latentes y expectantes, anhelando que alguien levante el lomo oscuro del diario y se sumerja en la vida de su autor. La mujer acaricia este objeto con ternura. Ella no, ella no precisa su lectura. Cada párrafo ha consumido ya sus pestañas bajo las cejas nevadas. Viste unas lentes ovaladas engarzadas en una montura juvenil, de un color vivo, celeste. Reposa en sus labios una curva dulce cruzada por líneas gestadas por el tiempo. La coquetería de un carmín ligero dibuja el contorno más allá de los dominios de esos labios, como recuerdo de lo que fueron. Su cabello blanco conforma una melena débil y larga, desmadejada. Lleva un collar de finas cuentas de nácar, de pequeñas y lindas esferas que puedan simular la preciosidad de unas perlas. Alrededor de ese cuello emerge un excesivo aroma dulzón, perfume de otro tiempo, gastado sin mesura.

Junto al viento se insinúa su gemela otoñal. Luz de la tarde, árida y ocre, presente en la estancia como cada día a lo largo de toda la estación, retazos de un sol maduro que iluminan las cartas tan queridas por Fatma, las epístolas que ha recibido regularmente, sin dar pábulo al desaliento. Apiladas junto al diario, descansan celosas del tesoro que albergan. Cientos de mensajes, de ideas, de noticias, de propuestas, miles de suspiros residen en las cuartillas impresas con las palabras de Naim. Este nombre es memoria.

Mientras caen las hojas, allá, al otro lado de la ventana abierta a la vida, lo días se suceden como réplicas idénticas, el mismo sol mortecino, el mismo soplo de un viento constante, las mismas cartas, el mismo diario, idéntico perfume, las mismas lágrimas.

Marrakech, 17 de diciembre de 2010
Estimada Señora Berber

Usted no me conoce, soy hija de su Naim. Le adjunto la última carta de mi padre. Señora, me he tomado la libertad de inmiscuirme en los asuntos privados de mi progenitor y de los suyos con la esperanza de que usted pueda perdonarme la indiscreción. Lo hago empujada por la necesidad de hacerla saber que su Naim falleció hace unos días y la carta adjunta quedó sin ser enviada sobre la mesa de trabajo de mi padre. Usted ya sabrá que ninguna otra cosa impediría que él le escribiera, yo he adivinado esto a lo largo de todos estos años. Seguro que él aprueba mi proceder y no dudo que usted también, sepa que no me mueve reproche alguno hacia el proceder de ambos. Atentamente
Fatma.

P. D.: Le adjunto el diario de mi padre, tras su lectura usted sabrá el motivo de esta decisión.


Marrakech, 3 de diciembre de 2011
Mi muy querida Fatma:

Morena de ensueño, dispongo del tiempo justo para poner tu nombre sobre un papel, poco más. Tu recuerdo es tan vivo hoy como ayer. Fatma ¡cómo me emociona pronunciar tu nombre! No he perdido la esperanza de hacerlo junto a tu oído una vez más y sentir como uno de los salcillos que te regalé se turba con mi aliento. Habrá, sin embargo, de ser en otro mundo. Creo innecesario decir que te amo, pero lo repito sin consuelo: te amo. Siempre tuyo.
Naim