viernes, 23 de enero de 2009

... que ni Dios sepa en qué medida somos.

Amor, minúscula y risueña deidad, te maldigo; y maldigo aquella, tu caprichosa saeta pergeñada con la madera noble del ciprés. Y a ti, su madre, que arribaste a Citerea, nacida de la espuma del venturoso mar, Venus, te maldigo también, y maldigo a tu gemela transadriática Afrodita Cipris. Os maldigo cuando vuestro arte sigue depositando anhelos en las mismas razas, en el espejo genético de las carnes, en aquellos hombres, amantes y amados, que declaman los mismos versos. ¡Impedid esas homónimas pasiones; oh, inmortales! Pues ¿en qué, perversas deidades, engrandecen esos hombres el género humano al amar a quien aman? Sabéis que creció la humanidad en perfección tras la semilla depositada por el egregio Salomón en el vientre de la hermosura calcinada de la dulce reina de Saba; que avanzó la excelencia de lo homínido tras el cruce de deseos nombrados con distintos sonidos. Estúpidas divinidades mezclad lo oscuro con lo claro, lo alto con lo bajo, lo bello con lo bello, desterrad lo puro de la naturaleza humana, amalgamad el sonido del norte con el aroma del mediodía. Si es cierta vuestra excelencia haced un crisol humano de colores y sonidos, abigarrad el interior de cada casa. Haced esto y volverán los votivos humos grises desde los altares de nuevo a tributaros, con la excelencia de los aromas más preciados, con la gratitud y el miedo debidos a quienes caprichosamente hacen. Impedid este Amor previsible ¡oh, inmortales! y yo bañaré el ara de vuestros hermosos templos con la untuosa sangre del más rollizo de los carneros, y postraré a vuestros pies, ¡oh! graciosas deidades, ejércitos de devotas criaturas, cohortes de hermosa confusión.

Quizá entonces se solucionen algunos problemas.
Almanzurbillah

lunes, 19 de enero de 2009

Una mirada en el cristal

Vuelvo una y otra vez a aquella mirada. A su profundidad. Abismo al que quise caer, que me llamaba, al que me arrojé mediando mi voluntad. Un fulgor destellante nacía sobre una sonrisa leve, dulce y hermosa. En medio del día, arropada por el movimiento incesante de la ciudad, la mirada ineludible, entre cabezas de otros seres pequeños, se topó con mis ojos aburridos, encendiéndolos, dotándolos de necesidad, de razón de existir. Me creerán si les digo que aquel encuentro es un hito señalado de mi vida. Me creerán porque lo exijo, porque no me importa —ya no importa nada— que crean que vivo desde entonces bajo el influjo de aquel encuentro aparentemente trivial. Me dirán: infinitas veces las miradas desconocidas se cruzan; lo sé, pero aquella es la mirada mía, la que llevo guardada allí donde fraguo mis deseos, en el lugar de donde surgen mis pasiones, allí donde se rompe mi carne y huele a vida.

Llevaba separada de Daniel poco tiempo entonces. Tenía como quien dice adormecido el hábito de las miradas galantes. Ese delicioso juego que consiste en mantener las miradas unidas, sin un interés real, debatiéndose en un duelo distante con un desconocido. Apocada por todo lo nuevo que acontecía en mi vida, empequeñecida por la holgura de mi reestrenada libertad e inmersa en una reeditada mocedad, como si fuera una tímida adolescente mis ojos buscaron un respiro enseguida, fui batida por el profundo fulgor de aquellos brillos azabaches. Era imposible que la mujer cargada de tanto silencio acumulado sostuviera firmes sus defensas; imposible agredir aquella muralla, segura, firme, hermosa... Pero cuando hube retirado mis huestes de aquella fortaleza, por poco que hubiera durado el encuentro, ya era tarde, ya aquel hombre había encendido una luz, largo tiempo apagada, que iluminó la desvencijada idea que tenía de mi misma. Me sentí observada y mi mente se alegró, de tal manera, que llegué a interpretar que me deseaba, que me encontraba apetecible como encuentra apetecible el hambriento una verde manzana, que me sabía interesante, y me sabía bella. Aquel hombre había adivinado que yo era inteligente. Yo necesitaba esa mirada, esa mirada mía, la tomé y la guardé.

Normal, quería más. Volví a ella, a los ojos luminosos que me habían buscado. Ansiaba un nuevo combate, otra descarga, otra leve dosis de veneno soportable. Allí estaba, permanecía firme, sonriente. Fue un segundo. El autobús realizó un movimiento brusco que exigió de mí toda mi atención y que me obligó a asirme con fuerza a la barra; después paró. Hubo movimientos de cabezas que eclipsaron la visión ante mi escrutadora mirada. Y finalmente descubrí que la corriente humana había arrastrado al portador de mi mirada, a mi amado.

¿Cómo les diría?, no sé, aunque parezca estúpido sentí como ese vacío me llenaba, me apoyé en su ausencia para especular con total libertad. Imaginé que el hombre se acercaba, iniciaba una tonta conversación, que flirteaba, que rozaba mi cuerpo con el vaivén del vehículo. Lo imaginé de tal modo, con tanto ahínco, que lo creí. Creí que estaba pasando, que había pasado, que pasaría siempre.

Aquel día del encuentro bajé del autobús hermoseada por el rastro de esos ojos sobre mi cuerpo. Sentía como era observada, otros ojos recorrerían las líneas trazadas por aquella mirada, notaba las caricias de los ojos recorriendo mi cuerpo. Ellas espoleaban a mi cuello que alzaba con altanería mi cabeza dándome una nueva visión, otra perspectiva. Una sonrisa despertó músculos dormidos en mi rostro desde un tiempo remoto. Desde la parada del autobús hasta el portal de mi apartamento caminé de un modo nuevo, menos urgente, más señalado.

Cuando estuve en mi apartamento lo vi más luminoso, limpio, silencioso. Los ecos que me atormentaban, los sonidos que se obstinaban en no dejarme avanzar parecían estar ausentes. Pensé que la gruesa presencia de Daniel se había marchado. Aquel nombre trajo una sombra gris que entorpeció el momento, pero me repuse. Abrí cortinas y ventanas para inundar de higiene los rincones de mi nuevo hogar. Cuando mi mente quería volver a acontecimientos pasados, que brotaban de cada recodo de aquel apartamento, la engañaba, exigía ponerla a trabajar en otras ideas. La mirada de mi hombre, de mi autobús, volvía una y otra vez para curarme de mi obstinación.

Desnudé mi cuerpo con la intención de tomar un baño, no una simple ducha. Me insinué así ante el espejo. Pensé que de haber tenido el hijo, mis pechos no estarían tan firmes. Abandoné esa idea volviendo a mi mirada, a los ojos posados sobre mis pechos firmes, engañando a mis propios ojos, que siguiendo mis instrucciones precisas obviaban los trozos violáceos que jalonaban mi piel blanca, como si no existieran, como si nunca hubieran existido. Mis ojos eran los de él, y febriles recorrían mi cuerpo. Sumergida en el agua tibia me estimulé hasta el fin, fue la primera vez en mi vida y no me sentí sucia.

No sé con certeza qué me impulsó a ello, quizá un estado de júbilo irrefrenable. Me dirigí a la nevera y descorché la botella de cava que Daniel reservaba para una ocasión especial. «Cuando nazca nuestro hijo» solía decir y ahí se iniciaba una discusión y todo se enredaba. Bebí hasta la última gota. Me dije que quería consumir el último vestigio de su presencia, había manipulado la botella sin ningún miedo, y esto era una novedad maravillosa.

Mis amigos eran los amigos de Daniel. Colgué el teléfono antes de marcar ningún número. Tenía que festejar sola. Estaba hermosa con aquel vestido que ceñía mi cintura y alzaba mis pechos que se insinuaban gracias a la generosidad del escote. Era aquel vestido que odiaba Daniel, el verde con flores estampadas que tan bien me caía. Mi figura resultaba esbelta en el espejo; el cava hacía tambalear mis ideas pero no mi cuerpo, al menos yo lo percibía estilizado y firme. Me veía elegante y bella.

Tenía una idea vaga y maliciosamente intencionada de aquel lugar al que por supuesto nunca había ido y que compartía con el grupo de nuestros amigos. Lo cierto es que sabía que allí iban las personas a ligar. Un rubor aumentó el calor que mis mejillas soportaban por efecto del alcohol. Hacia allí me dirigí con decisión, cruzando el pañuelo verde sobre el cuello, aquel que nos trajimos de Marrakech.

Desde entonces las salidas fueron frecuentes, casi diarias. El establecimiento estigmatizado por los que fueron nuestros amigos era un punto de encuentro, un pub de esos para personas de nuestra edad. Solteros, divorciados, adúlteros, solíamos ir por allí para relacionarnos, para cerrar las heridas, apagar los vacíos que todos llevamos. A las personas solitarias la vida, en contra de lo que pudiera parecer, nos va vaciando, dejándonos huecos, de tal manera que el viento de los días silva entre los rincones desolados de una existencia excesivamente cargada de minutos. Yo personalmente buscaba mi mirada, esa que habitaba el mundo de las ideas con mayúsculas. Ella era el hito importante de mi vida.

Mi vida por lo demás resultaba insulsa. En tanto aparecía su dueño, el portador de aquella sonrisa, me acompañaban cálidos tragos que anestesiaban mi garganta. Con el paso de los días fui asiduamente. Adormecida por las copas y el intenso olor del ambientador de aquel lugar, me dejaba tocar, y tocaba sofocada por un calor interior, y si el día se me daba medianamente bien echaba un polvo.

Antes jamás hubiera sido capaz de construir esa frase. Con la mente sí, me refiero a que es sorprendente que ahora esas palabras las pronuncien mis labios. Eso lo aprendí allí, en el pub de tenue luz y cigarrillos humeantes, me desafiaba a mi misma a pasar de todo, todo era trivial en tanto llegaba mi hora. Pero sobre todo, lo que hacía en ese establecimiento era beber. Beber. Beber. Muchas veces no recordaba con quién había estado. Quizá deba decir: con quién había bebido, ya que eso es lo más señalado que puedo decir sobre lo que compartía allí. La realidad era que no ponía en pie a las personas concretas, los hechos, los recuerdos eran vagos, y a medida que avanzaba la noche, que se sucedían los tragos, las tinieblas eran un silencio total, absoluto, un dolor profundo de la memoria. Esto me angustiaba y hacía que decidiera dejar de ir para dejar de beber. Con ello renunciaba a él, a los ojos que me escrutaban a diario y que yo nunca alcanzaba a descubrir.

Luego volvía. Una y otra vez. Cada vez los días sin beber eran más extraños. Finalmente me despertaba en mi cama revuelta sin saber como había llegado hasta casa. Me duele la cabeza, todo el cuerpo. Me siento sucia y culpable. Desamparada y atormentada por la imposibilidad de recordar nada. Más allá de un punto vago se cierne un vacío nervioso y asfixiante. Al principio no era así, era divertido relacionarse con hombres que no eran Daniel, y a los que sí recordaba aunque sin mayor interés, me tomaba dos, tres copas a lo sumo. Empecé a sentirme culpable, eran ya cuatro, cinco güisquis. Luego seis.

Tenía entre los hombres asiduos al local cierta reputación. Pero conservaba aún la capacidad de volver a casa. La conciencia me hostigaba. En una ocasión volvía al apartamento y algo me asaltó desde la pared. La curva de la p estaba trazada formando un vértice como para acentuar el dolor punzante que me causaba. El edificio que contiene mi apartamento alberga a la derecha dos pisos y a la izquierda dos apartamentos por planta. Contando con que tiene diez plantas nada debía hacerme creer que yo hubiera inspirado aquel graffiti. Sin embargo al verlo lo adopté como mío. Puta. La tinta, debido a la poca porosidad de la superficie lisa de la pared, se había corrido formando lágrimas oscuras. Instintivamente imaginé el rimel de mis ojos, con toda seguridad al igual que en la pared otras lágrimas oscuras excavaban surcos a lo largo de mi cara. Yo me sentí la puta del quinto.

Puta era la palabra que la mujer que fui utilizaba para definir a la mujer que soy hoy. La misma palabra que después utilizó Daniel, tantas veces que dejó de tener significado.

A través de las lágrimas vi nuestro buzón de correos y sin llegarlo a apreciar adiviné el diminuto rótulo con los apellidos de Daniel y a continuación la escueta indicación: y Sra. Aquel letrero era mi pasado lejano. Lloré desconsoladamente emitiendo un llanto vivo. Me despreciaba a mi misma por añorar, infeliz de mí, el dolor antiguo. La soledad es dura también. Los sollozos inundaban el edificio. Tropecé en cada escalón, ebria y desconsolada había perdido la orientación, mis ojos no me ayudaban. Vomité en uno de los rellanos. Recuerdo que noté que la luz del interior del apartamento se dibujaba en la parte inferior de la puerta de entrada.

Más que de la mandíbula rota, o de la visión de mi propia sangre en un fluir irrefrenable, más allá de la aguda punzada del cráneo, el dolor que sentía, tan intenso, procedía de mi misma, se fraguaba en mis intestinos que sentía abrasados por el alcohol, nacía en mi cabeza, lejos de los golpes que propinaba a mi cuerpo Daniel. Su mano y objetos que esta sostenía caían sobre mí como con distancia. Como si la carne entonces fuera algo carente de importancia. Ese dolor construido por mi culpa me derrotó hasta el desmayo. Perdí el conocimiento.

Lo cierto es que no sé por qué estoy aquí. He oído vuestras historias, vuestros logros y caídas. Llegado mi turno esta es mi historia, la de una mirada atrapada en el fondo de un vaso. Vivo a caballo entre los golpes y los tragos y anhelo mi destrucción. Mi nombre es María. Y sí, soy alcohólica, pero quiero seguir siéndolo.