miércoles, 23 de septiembre de 2015

DOS, UNO, TRES…

DOS

A tu mente viene recurrentemente, de manera espontánea, sin que sea preciso que una magdalena se sumerja en una taza de té, sin que un plof y un aroma te transporten al pasado, pero igualmente sin que medie tu voluntad, esa mujer que viste una rebeca del color de la hierba bien fresca. Es tan real como la realidad, su holograma modifica tu hábitat más que esa planta de interior que riegas a diario, quizá te alimenta tanto o más que la última empanadilla de atún que te dejó en una fiambrera de Bob Esponja sobre el umbral la vecina tocando el timbre esta mañana y huyendo después bajo la lluvia, entre los naranjos, calle abajo. Olía a tierra, recuerda. Natividad creo que se llama. La pequeña vecina, digo. Sin duda te ama, de ese modo pueril, tan delicioso y entrañable. No esa otra mujer, de rebeca de color verde, bien verde, es luz, ese color se ilumina. Está ahí. Alarga la mano. Tócala. Touch her. Al sonreír en sus labios una mueca dulce, simpática, progresa; y cuando la curva es casi una risa, se desvanece.

UNO

Sé de qué me hablas. A mi mente viene ella recurrentemente, de la mano de la espontaneidad. Sin que medie mi voluntad. Pero yo no soy Proust, no preciso que una magdalena se sumerja en una taza de té. No necesito que un plof o un aroma me la rescaten del pasado. En mi caso quizá no existió, o sí, no sé. Es una mujer que viste una rebeca del color de la hierba bien fresca. Y es tan real como lo es la propia realidad. Su holograma modifica mi hábitat; ella es más palpable que esa planta de interior que riego a diario. No hay nada onírico en la mujer, es de materia tangible. Su presencia me alimenta tanto o más que la última empanadilla de atún que me dejó Natividad esta mañana, mi pequeña y dulce vecina. La fiambrera había quedado sobre el umbral, la niña había tocando el timbre y huido después, bajo la lluvia, entre los naranjos, calle abajo. Olía a tierra, lo recuerda con nitidez. La pequeña me ama, lo sé, de ese modo pueril, tan delicioso y entrañable. No es el caso de esta otra mujer, la adulta, la de la rebeca verde, bien verde, ese verde que amamos al sur. Ella es distante en la proximidad de mi salón. Es luz, ese color se ilumina. La mujer está ahí. Tengo que alargar la mano. Tocarla. Al sonreír en sus labios se produce una mueca dulce y simpática que progresa; y para cuando la curva es ya casi una risa, la mujer se desvanece.

TRES

De un tiempo a esta parte a su mente viene recurrentemente, de manera espontánea, sin que sea preciso que una magdalena se sumerja en una taza de té, la imagen de una mujer que viste una rebeca de color verde hierba. Es para Bancel tan real como la realidad. El holograma de la imagen modifica su hábitat. Él siente que esa planta de interior que riega a diario tiene menos cuerpo. A este hombre, tan sumido en disputas, le alimenta esta visión, que siente una verdad, tanto o más que la última empanadilla de atún que le trajo la hija de la vecina, Natividad cree recordar que se llama. La niña le dejó esta mañana una fiambrera ilustrada con de dibujos animados sobre el umbral. Tocó el timbre, para luego huir bajo la lluvia, entre los naranjos, calle abajo. Sin duda la pequeña lo ama, de ese modo pueril, tan delicioso y entrañable. No así esta otra mujer holográfica del salón, la de la rebeca verde. Está ahí. Bancel quiere alargar la mano para tocarla. Sabe qué ocurrirá. Al hacerlo la mujer sonreirá y en sus labios una dulce y simpática mueca progresará; y luego, cuando la curva sea ya casi una risa, se desvanecerá.