martes, 23 de diciembre de 2008

Cambio versión 2009 en dos actos

1. Me zumban los oidos un año más


En tu tesitura de ya voy o quizás mañana te propuso un cambio; pero un cambio que fuera brutal. El joio subió desde ti, un cuerpo yerto y ebrio, y ascendió por el puto éter para observarte. Tu otro yo, normalita esta versión, te miraba con desdén, preocupado por proceder de ti, coincidir en ti, por la puta simetría de una existencia incorpórea. Oíste la propuesta: cambio. Y dijiste: «Lo que tú quieras, pero dile de entre nosotros al narrador, que deje de decir tacos».

Almanzurbillah




2. La belleza de un haiku


El otoño avanza
y la oruga no consigue convertirse
en una mariposa cualquiera

Bashô

martes, 9 de diciembre de 2008

Alina y Olena

I

Ambas alimentaban a diario el cálido anhelo de la huída. Su amiga la saludó alzando la mano, desliz que le provocó ser zarandeada por el viento seco y enojado. Allí estaba su Olena, al otro lado de la calzada, recobrando la verticalidad. Portaba su sonrisa blanca. Alina fijó su mirada en las hojas arrancadas por la ventolera, en como se arremolinaban en torno a los zapatos de Olena. Mientras su amiga se acercaba recordó la primera vez que ésta llevaba puestos los ahora gastados zapatos, el tono de su tez, casi siempre pálido, entonces vivo por la emoción. Evocó su sonrisa y la luminosidad del bellísimo óvalo formado por su rostro al ser circundado por los hilos dorados de su cabello. Olena era hermosa entonces y lo era ahora, pensó fugazmente Alina.

En el recreo era cantado a coro por los niños, pequeñas criaturas hostigadas por la supremacía de Igor, pecoso, pelirrojo y grande: «Alina ama a Olena». El soniquete quedaba ensartado durante horas en las estalactitas que el frío y el agua formaban en los canales de latón del patio. Las palabras, que se gestaron con inocente crueldad para ofender, querían huir hacía el cielo recién lavado por la lluvia, pero, en su ascenso liberador, quedaban atrapadas por el punzón de hielo que había formado la actividad onírica de la niña Alina. El verbo, hecho materia, quedaba asido en las partes altas del edificio. El invierno era terrible en la diminuta localidad de Yevpatoriia, en la península de Crimea. Alina perdía después la posibilidad de aprender y desde el interior de la clase miraba al exterior para poder contemplar con delectación las palabras detenidas en aquel patio de colegio ucranio.

«Cuéntame, traes algo novedoso, estoy segura de ello», pidió Alina a su amiga tras saborear el saludo. Olena, por lo común sonriente, había llegado hasta Alina y besado sus labios azotados por el viento. Sin embargo aquella sonrisa estaba cargada de un algo nuevo. Ese descubrimiento certero se movió en el interior de Alina como un cuerpo sólido sumergido en un líquido espeso. Había partido de sus ovarios y, recorriendo sus intestinos, había ido a desembocar en su corazón tan joven. Se vio a sí misma sonriendo sin razón.
«Nos vamos a España», y Olena acentuó su sonrisa contrayendo su carita de ratita presumida. Estaban rodeadas de felicidad, daban vueltas sobre el eje imaginario de un abrazo, iban a la otra Europa, rebosaban alegría. La calle casi desierta, transitada por algún perro famélico, por algún transeúnte en la distancia, recibió el destello de la luz que desprendían las dos jóvenes.

Decididas marcharon la calle abajo con destino a la estación de trenes. Meses hacía que los pasaportes estaban listos. Antes, entre exclamaciones de júbilo, pasarían por el consulado. Las risas fueron sus compañeras todo el trayecto.

Pelear. Sangrar. Sentía como el hilo fluido y caliente recorría su labio para depositar el salobre sabor de la pelea en su paladar. Era la culminación de su afecto hacía Olena. Igor, su enemigo, daba a Alina toda su razón de ser, y en esa idea depositaba un suspiro placentero. Se había negado a ser atendida en la enfermería. Cuando su padre la recogió la sangre, ya seca, había excavado un surco bermejo en la albina piel de la niña.

II

Por la carretera sin arcén que da a Moguer distintos y económicos frascos de perfume fresco han dejado esbozada una estela. Siguiendo su trazado se llega hasta unas jóvenes que, sobre sus altos y delgados tacones, caminan embutidas en unas prendas pulcras y limpias que exhalan a su vez una ligera fragancia a jabón. En su proximidad se adivinan palabras extranjeras que juegan con el calor demorando su extinción, su eco es como un batir de alas, se trata de vocablos desconocidos, señales que revolotean sobre las cabezas rubias de las que son ya walkirias de la fresa. Aun no ha caído la tarde y sus cuerpos, contrarios a la costumbre local, muestran primorosa higiene, rubor y deseo de fiesta.
El dedo blanco, como una golosina, de una de ellas, quizá Olena, había detenido el coche aventurero. A través de las ventanillas abiertas la música procedente de la radio del automóvil esperaba que las dos jóvenes llegaran, tras una apresurada e incomoda carrera subidas en delgados tacones, hasta dónde éste se había detenido, para luego atemperar el volumen. Para ellas estos vehículos son al tiempo entrometidos y necesarios. Con ellos se desplazan de los campos a los centros urbanos. En su relación con los nativos hay sonrisas, distancias insalvables. En los habitáculos, los hombres, recientemente enamorados siempre, elevan las voces, no son conscientes de la infructuosa comunicación verbal, al tiempo que exigen al orden correcto de las cosas, a otro dios, uno perverso, ser objetos del deseo de aquellas dos jóvenes extranjeras. Son dueños de la tierra.

El vaho, que la agitación de las respiraciones provoca, cubre el vidrio de las ventanas del vehículo, en esta ocasión un mastodonte de metal y caucho, alto, pesado, y de anchas ruedas. A pesar de esa fenomenal constitución, la actividad de su interior le transmite un movimiento incesante, y éste hace que un ridículo y sonriente muñeco de goma, atado al espejo retrovisor, pendule hasta llegar a golpear la luna delantera del automóvil. Esos golpes minúsculos e inocuos horadan levemente el fino velo de vaho que lo oculta todo.
Por allí, encogida, penetraría la mirada de un observador, de haberlo habido. Habría visto a los dos hombres, deseosos y torpes, habría visto a Olena, y habría visto también a su amiga. Por la mente de Alina pasarían en esos momentos imágenes antiguas, combates habidos con un tal Igor descritos en su mente por una voz. El cuerpo olvidado a su suerte. Después, de entre la tapicería y los leves efluvios de ambientador de coche, emergerá la imagen limpia de Olena, su cuerpo desnudo deambulando los campos frondosos, las espigas que azotan con afecto vegetal el cuerpo rosáceo. Primero el tránsito en la inmensidad de ese mar verde, buscando el epicentro, después, conformado por el peso de los cuerpos, vendrá un lecho mullido por la frondosidad de los tallos quebrados, las espigas vencidas por el deseo y el continuo retozar. Tras la consumación, sobre la oscuridad del salpicadero del automóvil, el cuerpo relajado de la mujer amada circundará, con la claridad de su piel blanca, el bello azabache y relajado de su pubis. Allí fijará Alina la mirada hasta el final.

III

De uno de los orificios de la nariz de la mujer de cabello más oscuro emerge una línea de sangre seca que, al llegar hasta la barbilla, deja que su caudal ya muerto se bifurque en diversos brazos. Habiendo ido estos distintos afluentes a jugar con los redondos y desnudos pechos blancos, ahora semejan grietas muertas sobre el cuerpo que, por ello, supone a la vista tierra estéril. Junto a estos surcos excavados en la juventud de la mujer de mediana estatura, descansa su ahora inerte piel blanca, tan blanca como son blancas las melodías que hablan de los dioses ya muertos. A su lado, el otro cuerpo, de mayor estatura, y cabello más rubio, inmóvil, sin aparentes signos de violencia, yace. El rostro de este cadáver parece el sol. El cabello, disperso tras la nuca, semeja los rayos de un sol barroco, tranquilo, placentero, que reposa en un cielo mágico y rojo. El untuoso líquido, alrededor del cuerpo tendido, como el verso de un aedo ilustre, fulge hostigado por el sol e irradia sus destellos a las nubes. Infinidad de moscas zumban en el lugar.
El olor, arrancado a los cadáveres por la obstinación de este astro que otro día vuelve a nacer, que se niega a relajar sus rigores, contrasta con la bella estampa que conforman las dos mujeres muertas. Aún así una mariposa con sus cuantiosas extremidades impregnadas en la sangre de Alina aletea entre los hedores para ir a depositar ese polen rojo en el cuerpo de Olena. Desciende sobre la aureola grana y limpia del pecho suave, redondo y claro, tal que un cervatillo esponjoso y albino, allí tropieza con el pezón dormido y dibuja signos arbitrarios en su pendiente curvada.
Cuando la mariposa vuela de nuevo lleva consigo el aura de las manos masculinas. Con ello, el cadáver de Olena, queda limpio e inmaculado.