Porque después nos vimos muchas veces más, esporádicamente,
hasta que dejamos de vernos en años. Eso nos modificó a ambos; no sé qué
persona sería yo sin haber compartido aquellos encuentros con Nazaret. A veces
pasaban semanas, o un mes, pero volvíamos a encontrarnos. Ella venía con cierta
frecuencia a Villasperanza del Valle. Por entonces trabajaba en una pizzería de
la capital y se escapaba con ese propósito hasta allí. Nos encontrábamos directamente
en la habitación del hotel. Recuerdo que en la ducha siempre cantaba canciones
de Janis Joplin y después, una y otra vez, me contaba la misma historia sobre
su encuentro en los estados unidos. A mí no me cuadraban las fechas, ¡pero su
relato era tan veraz!
viernes, 26 de diciembre de 2014
martes, 23 de diciembre de 2014
Nazarete (5)
Su pubis,
ese vello oscuro en mitad de la piel blanca, escoltado por las estilizadas
piernas que adoro, era tan hermoso, la letra perfecta con la que empezar una
vida, o al menos aquel viernes. Me molesté en apoyar sobre el suelo el pie
derecho a pesar de contar con escasa conciencia ya que toda mi energía
cognitiva estaba depositada en la tarea de mirarlo. Era una dulce ráfaga de
oscuridad en mitad de un albor reposado, un animal entrañable en mitad de la
taiga nevada que clamaba de nuevo mis caricias, mis besos más delicados. El
pelaje de esa criatura suave albergaba su olor, yo lo sabía hacía sólo un
instante, y ahora mi olfato y mi memoria pugnaban por hacerlo relevante. De mis
labios salieron las palabras acompañadas de un impulso de viento. La ráfaga iba
dirigida a la parte pero me sobrecogió descubrir que el destinatario era el
todo:
— Te quiero.
— ¿Ein?
— Creo que también me gustas
por dentro…
— ¡Dios! ¿Has vuelto a
fisgonear mis radiografías?
Aquella mañana reímos de
lo lindo. Carcajeamos sin medida Nazaret, su coño y yo. Pero de los tres, sin
revelarlo en ningún momento, yo empecé por mi cuenta y riesgo a amar.
miércoles, 17 de diciembre de 2014
Notas Nazaret (4)
... hace
frío. Cada vivienda dispone de un recoleto jardín en la parte posterior del
edificio. Allí cae el sol cuando el sol cae. Nadie, si acaso remotamente,
visita el lugar. Sí lo hace la mala hierba y los arbustos que la humedad y el paso
del tiempo alimentan. Allí permanecen vivas las plantas que la mamá de Nazaret cultivó
con esmero. Se trata de un minúsculo rectángulo de vivos colores, de colores vivos,
recortado en mitad de la desidia. Una verja de rombos metálicos separa este
diminuto paraíso de la inacción. Surge altivo, en su pequeñez, ante la frondosidad
natural que devora la presencia humana indolente o su simple ausencia, acotado por el asfalto limpio que lo antecede
y las parcelas abandonadas por los vecinos. Resulta evidente que estos jamás miran
hacia allí desde sus casas confortables. A la entrada, asido a la verja, un
escueto cartel anuncia, en español: Ático B. Una bicicleta se apoya en la malla
metálica y la esquivo para tomar la entrada que se ofrece franca. Adivino, en
cada planta, la mano de un esmerado jardinero. Habré de asumir este coste como
exige la nota de Nazaret que encontré en el apartamento. Nada sé de cultivar y
cuidar plantas, toda mi pericia con ellas descansa en mi deleite, en su
observación… ellas me dicen cosas y el azufre que recorre mis venas se disipa.
Sé que pasaré horas contemplando estos escuetos parterres. Esta flora
constreñida en el breve espacio de mi jardín será mi compañera todo este
tiempo. Cuando mi obra haya tomado cuerpo independiente por sí, se separe de
mí, y vea la luz, las ramas, pétalos y luces de este carmen se habrán mezclado con
las páginas escritas. En cada línea, en cada palabra, habrán echado sus raíces.
Así nos mezclaremos indisolubles este rincón de frondosidad extraordinaria, el
tiempo y yo. Serán sólo unas cuartillas que surgirán de este destierro al que
sonrío. Entre tanto las estaciones se habrán sucedido en Ochtrup…
lunes, 15 de septiembre de 2014
... notas para Nazaret... (3)
Aún el azahar floraba las ramas de los naranjos a lo largo
de la avenida. Aunque a esta altura de la estación eran ya escasas las lluvias
algunos charcos se habían formado en las ondulaciones de la calzada fruto de un
chaparrón extraviado. El aroma de la blanca flor inundaba el recorrido limpio y
franco y Nazaret andaba con paso firme bajo el chubasquero translucido que le
daba un porte cosmopolita. Estaba resuelta a representar el teatrillo de ser
una chica feliz y moderna. A base de repetirse que lo era acabaría por serlo. Aunque
reconocía esa canción no entendía el texto que escuchaba. El azar había querido
que desde una radio en el interior sonara Nothing'sgonna stop me now de Samantha Fox. Al pasar por delante de aquel café, que
parecía despertar en mitad de la tarde sevillana con todos sus veladores ociosos
en la puerta, esa música llegó a sus oídos, era la constatación visionaria pero
ignota de su resolución, para ella eran sólo simples sonidos
armoniosos. En la puerta el hombre que regentaba el local vacío improvisó un silbido apagado. Sus labios
dispuestos en círculo manifestaron en silencio la belleza de la muchacha.
Nazaret
sí reconocería en un instante el tema y el significado de I need a man to love de su admirada Janis Joplin. La había oído quizá
mil veces. Precisaría tan sólo de un acorde para intuirla, para llevarla de la
mano por su mente. En ese caso sus reflexiones serían injustamente amenizadas
por ese tema. Aquella canción le encantaba, sí, pero su significado sin embargo
se tambaleaba hoy. Estaba en cuestión esa verdad hasta ayer inmutable que gritara
su ídolo en el Hollywood Palace allá por
febrero del 68 de la mano de Big Brother and the Holding Company. ¿Necesitaba Nazaret
un hombre para amar? ¿Qué había ocurrido para que las certezas fueran
penumbras? Sólo hacían unas pocas horas que sus labios habían estado enredados
entre los labios y las piernas de una persona maravillosa. Y esa persona era cualquier
cosa excepto un hombre.
martes, 9 de septiembre de 2014
Notas para Nazaret (2)
… ahora
sé que aquella dulce niña que rasgaba y se ocultaba tras la enorme guitarra que
reposaba en su regazo era Nazaret. Aquello era el pueblo de Dios y sus festivas
eucaristías al aire libre. Una mezcla de jóvenes y adultos en mitad de
cualquier terreno estéril movidos por hilos perdidos en el infinito de la
bóveda celeste pasando por ser los chicos de Siete Novias para Siete Hermanos, o
los hippies de la Era de Acuarios o un centenar de miembros del cuerpo de
Marines de los Estados Unidos, o todo ello a la vez y amalgamado. Allí las raciones
cuartelarías en escudillas de metal mostraban con solvencia la otra idea nacida
de la misma raíz que el comunismo, ésta benigna, que llamaban la comunidad.
Todo era olor a madera y campo abierto, exigua vegetación entre eucaliptos y reposo
y meditación. Pero también interacción entre las distintas ovejas del mismo
rebaño. En una concepción entonces moderna del catolicismo a base de hojas de
palma y frases evangélicas escritas con pinceles en cantos rodados, y piedras
mayores grandes como tótems, la música tenía su espacio, era trascendente y fundamental.
Ella hacía música y merced a ello se elevaba como patricia en un mar de
plebeyos. Mi idea no era otra que ligar, claro. En mi vida he visto a nadie más
hipócrita que ese yo de entonces. Cuando la hostia estaba en mi paladar y había
cerrado los ojos, incluso apretando, me esforzaba por sentir cómo lo divino me
poseía. Nada de eso notaba. No sentía que me inundara ninguna luz divina; y
preso de la culpa y la frustración fingía. Y fingía tanto que llevaba mi
representación al límite. Algo así como aquí está el Nirvana y viene para
quedarse. Lo que más anhelaba a lo largo del ritual de la eucaristía era cuando
finalmente el cura, que generalmente cruzaba la estola sobre una camisa a
cuadros que acompañaba a sus vaqueros gastados, decía aquello de «daos
fraternalmente la paz», o sea: carta blanca para el besuqueo. A por la
guitarrista de la cinta cruzada en la frente iba yo que me las pelaba. Y tantos
otros. Por el camino hubiera sido capaz de negar la paz al mismísimo Mahatma, si
hubiera sido preciso, de estrangular con el cordón de algodón del que pendía mi
cruz de madera a cualquier rival que se me cruzara en el camino. El caso era
que, en el tiempo prudente que se concedía para ello, mayor que en la Iglesia del
pueblo por lo que tenía cronometrado, yo pudiera recrearme tanto como me fuera
posible en dar la paz a esa muchacha sin nombre, la diosa del cristianismo
activo. Llegado felizmente a ello, a la vez que asía su mano para estrecharla, con
la otra tocaba su cintura y mis labios se recreaban en los dos besos que ponía
en sus mejillas. Qué dulce. Esa piel. Esos mofletes rosados y deliciosos que
soplaban canciones con el apacible timbre de una voz casi indolente. En su
rostro se representaba la desidia propia de la fama cuando se topa con la
gentuza. Levitaba poseída por la luz que a mí me era esquiva. Ella pertenecía
al grupo cristiano de moda, la élite de los campamentos y convivencias de la
provincia: Brotes de Jaramago. ¿Qué otro fin perseguían aquellas convivencias? Nadie
puede decir, a pesar de todo, que no aprendiera yo a amar a la prójima…
jueves, 28 de agosto de 2014
... mi vecina...
En unos años ha modificado su aspecto, ahora es delgada.
Quizá deba decir delgadita, ya que a su edad su enjuta figura resulta
entrañable. Es cierto que La ropa que cubre su cuasiesqueleto es viva y
abigarrada, que los colores son usados sin concierto ni modo. Pero no lo es
menos que su sonrisa, archipresente en el óvalo luminoso de su rostro, da orden
al caos. Toda esa fiesta pueril de lo cromático, de collares, sombreritos y
pulseras, queda relegada a simple comparsa en una figura donde sobresalta, hasta sojuzgar
la mirada, la deliciosa curva perenne de sus labios amplios. Ellos son el
recuerdo de su hermosura juvenil y el presente de ese concepto cuando lo
denominamos belleza y lo hacemos imperecedero. En ella lo estridente es
equilibrio como resultado de una simpatía evidente. Sus ademanes son graciosos
y amables. Sonríe. Sonríe siempre.
Pero yo
recuerdo a esta mujer siendo yo un niño, el gris de su atuendo y la sobriedad
de sus movimientos. Recuerdo sobre todo las bolsas bajos sus ojos lejanos y la
línea vacía de sus labios. En mi memoria aún se sucede ese pesado transitar la
calle, ese arrastrar de bolsas, ese duro gobierno de un mar de carritos, niños
y maridos.
Hoy lleva
en su brazo un reloj de Loewe blanco cuya pulsera podría atrapar su cuello sin
dificultad que rueda por su muñeca arbitrariamente y sin descanso. Está en el
portal de su vieja casa y sus movimientos son propios de ritmos del pasado pero
es justo decir que baila. En este instante se ayuda de la otra mano enjuta,
todo piel y huesos, para inmovilizar el reloj y poder ojearlo.
Es
evidente que espera a su amado.
martes, 26 de agosto de 2014
... un tierno suspiro...
Arrancó en mí un tierno suspiro de renuncia. La
insignificante historio que os contaré, sin llegar a ser fábula —todo animal en
ella fue humano—, depositó en mi ánimo una moraleja sin horizonte. Resultó un
espaldarazo a la consecución anhelante de un todo. Asumir su enseñanza fue la
antesala del conformismo más espantoso. Tampoco es una aventura real, ya que la
realidad se expande por el universo sensible, es de palpar, mientras que esto ocurría
en mi pensamiento. No dudo que en los demás produzca razonable indiferencia
pero reconstruirla con palabras aquí lo exige mi noqueada identidad. Mientras
que ustedes pueden mirar hacia otro lado sin mucho esfuerzo yo debo revivir y
afianzar la triste lección que radica en su interior; al fin y al cabo éste es
mi diario.
Pasto de mi febril obsesión por ella imaginé que el mal
más abyecto anidaba en la intención del hombre que era amado por quien yo creí
amar. Fantaseé hasta darle crédito a su condición de asesino. Quería mi pericia
que yo la rescatara a ella del golpe fatal último. Pero ¡ah, pobre y vulgar ser!
¿Quería yo salvar su cuerpo blanco y delicado, su cabello apreciado y sus
dulces facciones de la muerte sin más? Ese acto sublime, puro y gratuito, distaba
mucho de mi condición menor. Mi baja categoría quería ser héroe a sus ojos.
Ganar sus favores, conquistar su corazón por la fuerza de mi espada, el
reconocimiento de mi logro sería el fin que perseguiría mi acción.
Soñaba con que su amor y favores serían la justa
retribución de mi hazaña y que ella viviría para siempre junto a mí en una
aldea diminuta del Peloponeso bañada por un mar tranquilo, alumbrada y
reconfortada por un sol amable.
Ya la sangre azul, oscura y viscosa goteaba desde la cabeza
cercenada. Mi mano asía con fuerza y rabia su pelo hirsuto. Ese ser tan
deleznable que había pergeñado mi excitada imaginación moría a manos de esa
misma industria. La más prolífica fuente de ilusiones recreaba las imágenes con
la soltura de un creador compulsivo. Mi intelecto, factoría de aventuras y
quimeras, daba paso sin solución de continuidad a la visión de los pies
desnudos de ella transitando un manto de flores silvestres e inmaculadas.
Pero mi imaginación no supo engañarme. En el altar donde
debía consumarse nuestra unión la miré a los ojos. Sonreía, sí; pero estaban
tristes sus labios. El abismo que se expandía desde la superficie de su mirada
tierna me produjo un vértigo insalvable. Agité mi cabeza con la intención
pueril de que se desvaneciera mi pensamiento, para borrarlo todo.
Así que ese hombre jamás murió. Sólo pereció entonces a
causa de mi mente desdichada mi antigua capacidad de emocionarme dejando como
tributo de ese holocausto un tierno suspiro de renuncia.
lunes, 25 de agosto de 2014
... la dulce Clito... Segunda Jornada...
… segunda jornada. Todo es agua, todo es azul, el cielo se
confunde con la inmensidad que me rodea en un todo anodino en el que el
horizonte se ha diluido. Necesitaría rodearme de vida, de seres humanos, añoro
sus palabras y movimientos. Las aves quedaron en la proximidad de las costas. Estamos
yo y mi mente.
He
salido de una playa próxima al puerto de Palos, dejando a mi espalda las
columnas de Heracles, que señalan el final del conocimiento y el punto de
partida de mi nueva génesis. El mundo tal cual lo conozco quedó tras de mí hace
horas. Así que he permanecido ojo avizor agotando la mirada con tanto
escrutinio y albergando el delirio de toparme con la ignota Atlántida. Este
deseo caprichoso es por poner en firme, ante la propia mirada, la que dicen
sublime hermosura de la hija de Evenor.
Tengo
por cierto que la contemplación de la
belleza me predispondría a la fuerza, el ímpetu y las aventuras que preciso.
Busqué
la Nao durante días en los que tuve acceso a voces, fanfarronadas y chanzas
marineras derramadas por roncas gargantas en las cantinas portuarias. Entre
tragos de vino y envites de naipes, contaban que las formas de la huérfana muchacha,
esposa del agitador de la Tierra, ensombrecen con su esplendor incluso a la
dulce Helena, aquella que fue robada por Paris para enojo de toda la Hélade.
En la
soledad de esta nave y este mar tranquilo estamos yo y mi excitación, y me
pregunto por el sabor salado del clítoris de Clito, y por la divina lengua del
dios de los mares el día que se engendró al primer atlante. Y lo hago en
silencio con la esperanza de no ofender al dios y no desatar con ello su ira, pues
no deseo ser un nuevo Odiseo, sólo deseo ser un nuevo hombre. Pero no me deshago
de mis impulsos primeros y me pregunto si serán compensados los coitos entre
dioses y humanos.
Y en
estas erectas reflexiones estoy cuando diviso ante mí, acercándose a mi proa,
una concentración nebulosa que parece estar dotada de vida propia. Se dirige
hacia mi embarcación con premura al tiempo que se expande en otras direcciones.
Pudiera ser un humo blanco, o bien una nube caprichosa.
Es ya
inevitable ser engullido por este descomunal vaho de densa blancura, y emplazo
mi narración a un futurible momento en el que pudiera recobrar la visión…
martes, 5 de agosto de 2014
... a remar... Primera Jornada...
Antes de
partir, cercano ya el ocaso, he querido botar la embarcación y señalar el acto
con la rotura de una botella sobre su pulcra madera. Las burbujas sobre el casco
que brillaba han resultado chispeantes. Después he señalado mi firme decisión
con un tributo de fuego.
Hoy han volado
pues las cenizas de eso sin nombre ya, como alegorías aladas, diminutas y
livianas de un vínculo que fue. He incinerado primero la realidad impostada que
daba sustento forzado a una quimera. También he inhumado cada emoción del
pasado; quería que desaparecieran presa de la combustión, pero fue sin éxito, pues
este fuego, tristemente avivado por mi reticencia, no prende en lo insustancial.
La unión devenida en vacío se ha deshecho en el aire con premura, pasto de los
escasos o falsos mimbres que la sustentaban ya. Y ha quedado en el ambiente, y
cercano a mi olfato, un efluvio suavemente amargo, una presencia con matices de
dolor antiguo que se desvanecía. Así pues, como una psicomagia que bien pudiera
haber propuesto mi amigo Jodorowsky, el trozo de papel que albergó un nombre
manuscrito se ha desvanecido. Y yo noto un pinchazo añejo y flojo en el corazón
y confío que un viento cariñoso de este extraño verano se lleve junto a las
cenizas la punzada, y deje en mí el orificio inocuo, como recuerdo amable de lo
que fue amar.
Sea pues ese
amor mi tatuaje marinero sobre la piel en presencia de la sal que tiene desde
siempre la propiedad de conservar. Conviva, no ya como recuerdo sino como
esencia que me rehízo, como experiencia que me gestó, coexista en mi dermis y
mi naturaleza, habite en mí siendo yo; y boguemos, con brío y decisión. Veo en
este instante los remos hundirse en las olas doradas. Ahora el ocaso escenifica
que los humos grises se dirijan hacia otro mar y deje francas las aguas que
avisto limpias desde la popa.
Es necesario, y no un capricho, que el sol se hunda en el
océano. El naranja se apaga ya en la distancia, en la inmersión óptica sonrío,
mientras entre las jarcias el graznido de los albatros ulula junto al viento y
el crepitar de las junturas de madera. Esta embarcación que llaman la Nao, como
una broma que consideré estúpida ayer, me invita hoy a partir hacia mis descubrimientos.
Las bodegas de esta escuálida nave albergan las cuatro cosas que puedo
precisar: una pipa de lobo de mar, y tres metáforas más.
Me
rodea una inmensidad de agua que me hace pequeño, tanto o más de lo que me hizo
querer sin fisuras. Pero me intuyo gigante, mis manos espléndidas y fuertes
asen con decisión el timón. Me sé responsable de mi deriva. Soy la causa y soy
el efecto. Este océano que aparece tan azul en los mapas y que en mis recuerdos
alberga toda suerte de criaturas fantásticas me acompañará. Escoltará mi desvío,
y antes de avistar las costas de Panamá yo habré de ser ese marinero que ansío
y exploraré esa tierra explorada.
De
toda esta travesía y aventura tendrán cumplida cuenta.
martes, 22 de julio de 2014
Underwood número 5
Había comprado una Underwood número 5 de 1926 en un rastrillo callejero e infecto; llevaba dentro bastantes cervezas por lo que no recuerdo muy bien dónde. Una mañana, estando ocioso como acostumbro, la vi sucia y desvencijada en el sillón trasero del coche, entre latas y litronas. Me puse mis gafas de sol más retro y atrapé el volante entre mis manos con la intención de llevar la máquina a limpiar, engrasar y poner a punto. Debía de haber alguien que se dedicara a eso. Siempre hay un tipo que se gana la vida haciendo lo que seas capaz de imaginar. Era una idea latente que finalmente había aflorado con brío: sería escritor. Aunque aún no sabía qué habría de escribir ya tenía el objeto adecuado para ello: aquella delicia de máquina, una reliquia con clase, sí señor. Me parecía estupendo escribir, fuera lo que fuera, imaginaba que eso era lo de menos. Y para ello utilizaría aquel magnífico objeto. Había decidido también que lo haría con papel carbón intercalado entre los distintos pliegos de papel para obtener varias copias, como aquel autor norteamericano al que le fue publicada su obra póstumamente por empeño de su madre, y cuyo nombre no recuerdo ahora. Las cosas que mezclo con la cerveza están acabando con mi memoria. Eso sí, soy un pez delicioso. Una amiga me sugirió que si quería estar divino —lo que ella entiende por ultradelgado— a la hora de cenar tomara uno o dos orfidales, algo de coca y cerveza en abundancia. No me ocupó mucho esfuerzo poner en práctica la milagrosa dieta; los resultados son incuestionables, soy un hermoso huso vestido siempre como si se casara su hermana pequeña. Además la cerveza es diurética, dicen. Aunque esto último me trae sin cuidado y no sé si es cierto me reconcilia con quienes tachan mi dieta de lo que sea, nunca bueno por cierto. Confieso que me gusta alarmarlos. Aunque yo no opino de la dieta de los demás, y en general de los demás, la gente se toma la molestia innecesaria e improductiva de verter sus ocurrencias respecto de mi conducta y estado general. Lo cierto es que se me olvidan las cosas más peregrinas; pero así tiene que ser, claro, la delgadez es una prioridad. Aunque no sé qué clase de escritor resultaré sin memoria, sí sé que al menos quedaré muy vistoso en las distintas recogidas de premios, por lo que la gente querrá posar a mi lado. Lo cierto es que varios días después la espléndida Underwood relucía en mi mesa. Y a su lado invitaban a la creación literaria un paquete de 500 cuartillas de papel estupendo, café y cervezas para tumbar a un elefante y varios gramos. Eso sí sólo dos horas después ya había decidido que era una estupidez inmensa y que si iba a ser escritor mejor sería que me dejara de nostalgias absurdas y poses bohemias e ir a comprar el mejor ordenador portátil, por supuesto Apple, con su procesador de texto y su flamante impresora… Ignatius, la hoguera de las vanidades, John Kennedy Toole: me han llegado a la memoria de un modo espontáneo. La memoria siempre es un hilo del que tirar, gracias Ignatius, no sólo eres un espléndido personaje, también un estupendo hilo, quizá no esté todo perdido aquí dentro. Brindo por mis sinapsis neuronales, ahí están, trabajando en las condiciones etílicas y estupefacientes más adversas. Chin chin. El autor norteamericano era Toole. Sí, Toole, pero yo al poner los distintos folios enrollados en el rodillo de la máquina, con el papel carbón intercalado—y lo de buscar papel carbón fue una Odisea que a Ulises hubiera desalentado desde el principio—, he sufrido lo indecible, qué coñazo. Finalmente tenía el folio en blanco ante mí y al escribir las primeras frases siempre quería cambiar algo, modificar, eliminar. Casi he destrozado la letra x de la puta Underwood tachando lo escrito, nada me gustaba. Las palabras escritas con esa tipografía me irritaban y el sonido repetitivo de la x cayendo sobre cada letra, apagando cada fonema absurdo de mis ideas vanas, me ha perforado el sistema nervioso más allá del orfidal y la coca; más cerveza, otra raya, al final había más papel desechado que latas de cerveza. La única página que durante unos minutos me pareció salvable estaba empapada en bebida. Todo esto me ha dejado sin moral. Aquí estoy nada honorable y sin drogas que puedan paliar este desengaño. Quizá ha llegado el momento de desistir, quizá sea menos trivial de lo que pensaba saber el qué se quiere contar. Si es la historia de uno mismo qué más da. Desisto. Ahora que no voy a ser escritor pondré un anuncio en eBay. ¡Qué diablos venderé la mierda de Underwood yo mismo! Quizá el chino de la esquina se avenga a cambiarla por un número razonable de latas de cerveza.
jueves, 13 de marzo de 2014
... gris...
... la materia de que está hecha la felicidad es liviana, sin embargo es más sólida y fiable la masa con que se elabora la costumbre, no es de extrañar, por tanto, que se muestre abundante y sereno en la naturaleza el color gris, tan sobrio y elegante, sin estridencias ni fiestas, sabed que es un color que abriga sí, pero sólo lo justo para no perecer de frío, sabed también que, por tanto, es una refinada y cómoda presencia que combina con todo, pero incapaz de amar…
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