martes, 3 de diciembre de 2013

... tarde de invierno...

Están ahí el frío, el sol y el azul del cielo limpio, más allá del cristal; están también en la palma de mi mano, que tengo plantada en el vidrio. Ese contacto me comunica con el exterior, donde observo coches deambulando y les supongo bandazos sin rumbo. Una mujer que, como si de Londrés se tratara, ha pasado ricamente embutida en ropa de abrigo, y con el cabello parcialmente atrapado bajo el vuelo de su bufanda delicada y de colores pastel, me ha recordado, por su paso firme, a esa señorita Jones de pómulos rosados y sonriente resuelta a cambiar su universo emocional, pero que luego en casa lamentará su camino yermo y empinará el codo cantando canciones que hablen de soledad. Cómo la conozco sin saberla cierta. Ocioso me enredo con la tarde repleta de horas vacías, le sonrío a la idea de cubrirlas con deleite y con el uso arbitrario del pensamiento, en libertad, sin filtros. Ahí abajo, los naranjos juegan con el viento a resistir su envite, su verdor y sus frutos me transportan a los cientos de veces que las manos me han olido a ellos, la frondosidad de sus copas me recuerdan a Janis Joplin y, en general, al pelo desaliñado con la gracia de un consumidor de cannabis. Siento en la habitación contigua una humana presencia, viva e inquieta, aún cuando es una vivienda ajena adivino los muebles y la oigo respirar o intuyo una respiración a través de la fina pared que nos separa, se trata de la vecina, la niña rubia, evoco su rostro: un óvalo exento de aristas, con sus gafas y sus ojos vivos aprendices de sabios; y suenan los primeros acordes, suena esa melodía desde su violín. Tan virtuosa, tan niña, tan dulce, tan sabia parece. Varias veces me he cruzado con ellas en las escaleras. Son llamativas las manos de ambas, de dedos estilizados y casi translúcidos. Su madre es menos niña, menos rubia, menos dulce y quizá mucho más sabia. Manos reales, verdaderas, apetece asirlas, y manos reales, nobles, estilizadas, mayestáticas, tan lejanas. Parece una mujer resuelta, cuando las vi por primera vez les inventé sus vidas con un súbito chasquido de dedos. Supe, según mi intuición, que era una mujer dispuesta a reinventarse tras un cataclismo emocional. Y a fuerza de inventarlas en cada cruce, en cada sonrisa, en cada mirada, ellas me confirman su pasado, sus identidades. Quizá han hecho un esfuerzo por adaptarse a una vida más sobria, con dignidad. Eso me lo afirman sus ropas, esos tejidos, la sutilidad y majestad de su tacto, el tacto que ha probado con arrobo mi mirada, quizá se ha recreado a hurtadillas en esa transgresión inocente. La humildad en ellas es un regalo caprichoso para la mirada del mundo que no les infringe la más mínima mella. Una niña que arranca a ese objeto extraño la música que se filtra hasta mí, que me acuna en esta tarde soleada y fría, es arrogante. Una madre que surgió de la bruma gris del pasado y del silencio, de esa nada de lo ignoto, para habitar un modesto inmueble de protección oficial con su pequeña violinista, su porte y modales, es en mí la viva imagen de esa extraña virtud que se aleja de lo tosco con gracia infinita. Habré de inventarlas unos nombres. Mientras tanto no ceses de tocar esa melodía dulce y lúcida pequeña.