¿Qué
quieres que te diga? Ni siquiera sé si podía sentir frío. Me refiero a antes
del cataclismo. Todo era cálido. Incluso ahora todas las imágenes evocadas por
mi memoria son de color ocre, amarillo, naranja. Matices algo desvaídos, eso
sí, porque el recuerdo hace con las imágenes lo mismo que las antiguas lavadoras
hacían con la ropa, deslucir la intensidad de sus colores. Temo que el tiempo
acabe con mis reminiscencias cromáticas. No digo ni dudo que existieran entonces
estos colores que nos rodean hoy y que tanto nos empujan a la melancolía. De
hecho recuerdo disponer de bastante ropa azul y negra, pero cuando pienso ahora
en esas prendas las siento confortables, de tacto agradable y esto las viste de
colores cálidos en mi apreciación. Supongo que resta algo de bien en mí y ello
me empuja a la osadía de compartir. Aunque no sé si hago bien al confesarte que
conservo el usufructo de una bufanda de color rojo de la que no fui nunca
propietario. Rojo del carmín de los labios de mujeres de aquella época. Con
toda probabilidad sea el único vestigio de color vivo que quede en este nuevo
mundo. Al menos a este lado de las placas de hielo. La oculto por miedo a que
las autoridades, de un modo u otro, ya que no conozco con profundidad la nueva
normativa, pudieran requerirme para que la entregara en favor de la incipiente
comunidad. Confieso también que cuando no estoy depredando, y dispongo de un
instante, y nadie me mira, y mis dedos conservan algo de movilidad, saco de mi
atillo la bufanda. Me encuentro, como sabes, en mitad de este caos gris, oscuro
y frío. Te van a sorprender sus propiedades. Pues cuando estoy solo y ato la
bufanda roja a mi cuello sonrío.
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