miércoles, 22 de octubre de 2008

La escuela del Tío Ficio

Jugábamos en las pistas de la Escuela de Arte y Oficio, a la que, fruto de una hermosa corrupción fonética, llamábamos la Escuela del Tío Ficio.

El sol escondido tras las casas del barrio. La vista se había echo a la penumbra con la caída de la tarde, habituado a la incipiente noche después. Se aferraba a los fulgores lejanos de las escasas farolas de la calle contigua que se colaban torpemente entre las copas de los árboles. Sin conciencia ni esfuerzo las miradas encendidas de los muchachos seguían la trayectoria del balón entre los pies de compañeros y rivales. Los ojos se acomodaban a la escasez de luz durante largo tiempo hasta que, algún jugador, cansado quizá, reparaba en la oscuridad: «Tío, que ya es de noche». Entonces se seguía jugando hasta un último gol y, fuera como fuera el tanteo, se solía proponer: «Quien marque gana». En ese momento el portero intentaba, casi siempre sin éxito, cambiar de posición con un compañero, solía ser el más pequeño.

Sudorosos los jugadores, ya en la calle, se arracimaban bajo la luz de una farola. Habían saltado con suma facilidad la verja que delimitaba la pista de juego. Algunos se recostaban en el suelo contra la pared, otros cerraban círculo sobre las bicicletas apoyados en el suelo con un único pie, y se sentaba sobre la pelota su dueño, cosa que jamás dejaría hacer a otro: «No tío. No. Bájate de ahí».

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