Su pubis,
ese vello oscuro en mitad de la piel blanca, escoltado por las estilizadas
piernas que adoro, era tan hermoso, la letra perfecta con la que empezar una
vida, o al menos aquel viernes. Me molesté en apoyar sobre el suelo el pie
derecho a pesar de contar con escasa conciencia ya que toda mi energía
cognitiva estaba depositada en la tarea de mirarlo. Era una dulce ráfaga de
oscuridad en mitad de un albor reposado, un animal entrañable en mitad de la
taiga nevada que clamaba de nuevo mis caricias, mis besos más delicados. El
pelaje de esa criatura suave albergaba su olor, yo lo sabía hacía sólo un
instante, y ahora mi olfato y mi memoria pugnaban por hacerlo relevante. De mis
labios salieron las palabras acompañadas de un impulso de viento. La ráfaga iba
dirigida a la parte pero me sobrecogió descubrir que el destinatario era el
todo:
— Te quiero.
— ¿Ein?
— Creo que también me gustas
por dentro…
— ¡Dios! ¿Has vuelto a
fisgonear mis radiografías?
Aquella mañana reímos de
lo lindo. Carcajeamos sin medida Nazaret, su coño y yo. Pero de los tres, sin
revelarlo en ningún momento, yo empecé por mi cuenta y riesgo a amar.
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