jueves, 28 de agosto de 2014

... mi vecina...

               En unos años ha modificado su aspecto, ahora es delgada. Quizá deba decir delgadita, ya que a su edad su enjuta figura resulta entrañable. Es cierto que La ropa que cubre su cuasiesqueleto es viva y abigarrada, que los colores son usados sin concierto ni modo. Pero no lo es menos que su sonrisa, archipresente en el óvalo luminoso de su rostro, da orden al caos. Toda esa fiesta pueril de lo cromático, de collares, sombreritos y pulseras, queda relegada a simple comparsa  en una figura donde sobresalta, hasta sojuzgar la mirada, la deliciosa curva perenne de sus labios amplios. Ellos son el recuerdo de su hermosura juvenil y el presente de ese concepto cuando lo denominamos belleza y lo hacemos imperecedero. En ella lo estridente es equilibrio como resultado de una simpatía evidente. Sus ademanes son graciosos y amables. Sonríe. Sonríe siempre.  
                Pero yo recuerdo a esta mujer siendo yo un niño, el gris de su atuendo y la sobriedad de sus movimientos. Recuerdo sobre todo las bolsas bajos sus ojos lejanos y la línea vacía de sus labios. En mi memoria aún se sucede ese pesado transitar la calle, ese arrastrar de bolsas, ese duro gobierno de un mar de carritos, niños y maridos.
                Hoy lleva en su brazo un reloj de Loewe blanco cuya pulsera podría atrapar su cuello sin dificultad que rueda por su muñeca arbitrariamente y sin descanso. Está en el portal de su vieja casa y sus movimientos son propios de ritmos del pasado pero es justo decir que baila. En este instante se ayuda de la otra mano enjuta, todo piel y huesos, para inmovilizar el reloj y poder ojearlo.
                Es evidente que espera a su amado.    

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