Arrancó en mí un tierno suspiro de renuncia. La
insignificante historio que os contaré, sin llegar a ser fábula —todo animal en
ella fue humano—, depositó en mi ánimo una moraleja sin horizonte. Resultó un
espaldarazo a la consecución anhelante de un todo. Asumir su enseñanza fue la
antesala del conformismo más espantoso. Tampoco es una aventura real, ya que la
realidad se expande por el universo sensible, es de palpar, mientras que esto ocurría
en mi pensamiento. No dudo que en los demás produzca razonable indiferencia
pero reconstruirla con palabras aquí lo exige mi noqueada identidad. Mientras
que ustedes pueden mirar hacia otro lado sin mucho esfuerzo yo debo revivir y
afianzar la triste lección que radica en su interior; al fin y al cabo éste es
mi diario.
Pasto de mi febril obsesión por ella imaginé que el mal
más abyecto anidaba en la intención del hombre que era amado por quien yo creí
amar. Fantaseé hasta darle crédito a su condición de asesino. Quería mi pericia
que yo la rescatara a ella del golpe fatal último. Pero ¡ah, pobre y vulgar ser!
¿Quería yo salvar su cuerpo blanco y delicado, su cabello apreciado y sus
dulces facciones de la muerte sin más? Ese acto sublime, puro y gratuito, distaba
mucho de mi condición menor. Mi baja categoría quería ser héroe a sus ojos.
Ganar sus favores, conquistar su corazón por la fuerza de mi espada, el
reconocimiento de mi logro sería el fin que perseguiría mi acción.
Soñaba con que su amor y favores serían la justa
retribución de mi hazaña y que ella viviría para siempre junto a mí en una
aldea diminuta del Peloponeso bañada por un mar tranquilo, alumbrada y
reconfortada por un sol amable.
Ya la sangre azul, oscura y viscosa goteaba desde la cabeza
cercenada. Mi mano asía con fuerza y rabia su pelo hirsuto. Ese ser tan
deleznable que había pergeñado mi excitada imaginación moría a manos de esa
misma industria. La más prolífica fuente de ilusiones recreaba las imágenes con
la soltura de un creador compulsivo. Mi intelecto, factoría de aventuras y
quimeras, daba paso sin solución de continuidad a la visión de los pies
desnudos de ella transitando un manto de flores silvestres e inmaculadas.
Pero mi imaginación no supo engañarme. En el altar donde
debía consumarse nuestra unión la miré a los ojos. Sonreía, sí; pero estaban
tristes sus labios. El abismo que se expandía desde la superficie de su mirada
tierna me produjo un vértigo insalvable. Agité mi cabeza con la intención
pueril de que se desvaneciera mi pensamiento, para borrarlo todo.
Así que ese hombre jamás murió. Sólo pereció entonces a
causa de mi mente desdichada mi antigua capacidad de emocionarme dejando como
tributo de ese holocausto un tierno suspiro de renuncia.
1 comentario:
... Tercera Jornada... Sigue... (se lo debes, nos lo debes, te lo debes...) Muuuuaaaaaaa
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