martes, 14 de diciembre de 2010

Ha muerto un ángel

De pequeños, cuando llovía y a la vez veíamos el sol, nos decían que había muerto un ángel. Algo así como algo bello y trágico a la vez, como un tributo a la belleza en el momento en que ésta nos abandona. Es eso exactamente lo que se respiraba en aquel aparcamiento del centro comercial. Estaba aconteciendo algo bello y triste. Y justamente por eso, al mismo tiempo que los rayos de luz encendían las líneas blancas y mojadas que señalizaban los caminos de tránsito y los distintos espacios habilitados para estacionar, unas gotas redondas, grandes, caían lentamente, espaciadas, sin violencia. Agua de lluvia limpia. Este encuentro, si hubiera habido justicia en el mundo, debió sucederse a diario durante largo tiempo. Sin embargo se iba a producir después de cuatro lustros. Ambos, bajo el peso del tiempo, se otearon en la distancia. Veinte años.


Serían las ocho y media de la mañana o quizá pasaban ocho minutos de la mitad de este día entre soleado y lluvioso. En el exterior del centro comercial había una media docena de coches. Dos de estos vehículos, aislados ambos del resto, permanecían inmóviles. Junto a cada uno de ellos una silueta humana encorvada no arrancaba a caminar. Dos personas quietas. Octogenarios.

Se olieron amarrados entre brazos. Un beso llego a la comisura anunciada de unos labios para dar paso a otro beso de otra textura, de otra forma y color. Ese beso, que era en sí mismo una aventura, se recreó, haciendo del tiempo un vidrio roto. Y las manos torpes, de gente mayor, inexpertas, recorren las espaldas con chapucera intención. Bajo las espesas ropas los cuerpos tiemblan sin que las manos digan nada. Sin embargo los labios es otra cosa, allí si se fragua el deseo de deshacerse del transcurso de los acontecimientos, sueñan con borrar de pronto veinte años de la vida general de la humanidad, ese error que ellos han estado pagando día a día.

Casi no saben qué decir.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Diario de Almanzurbillah

Miercoles 1 de diciembre de 2010

Las últimas nubes se han deshilachado. Distintos filamentos blancos, limpios, incorpóreos, se confunden con el intenso azul. Aún conserva la tierra toda la intensidad de la lluvia, la caricia del primer sol. Los charcos reflejan tímidamente la inmensidad del cielo, recogen trozos de su grandeza ahora apacible. Y fulguran. Brillan como una miríada de ojos luminosos en mitad de la tierra oscura. Huele a humedad, a hormigas. Por alguna razón sencilla, un impulso que no precisa explicación, resulta grato pasear. Caminar y contemplar la natural inmediatez de lo conocido, admirar el hecho de que todo ha sido purificado por la lluvia.

Viernes 3 de diciembre de 2010

Más allá del vaho del vidrio identifico el amarillo grato del sol. Suena música en la radio. Se trata de una canción de las de toda la vida, de esas de las que no sabemos nada pero que tarareamos sin remedio; su melodía pegadiza y conocida me eleva el ánimo. No sé lo que dice pero se intuye la felicidad de la mujer que está detrás de esas palabras. Tuerzo en la rotonda y tomo un camino que me aleja de mi destino inicial. No sé en qué instante he tomado esa decisión, ni siquiera si he sido yo, pero el vehículo me lleva lejos de ese lugar. Ahora la persona que decide la música en la radio ha puesto una canción de Bjork: Venus as a boy. Si pudiera, en este instante, la besaría. Mi ánimo explora cimas elevadas. La tarde me fascina, parece limpia. A ambos lados de una calzada de cantos rodados y albero una hierba frondosa y de un verdor intenso conforma los dos andenes naturales de esta vía nueva, inexplorada. Lentamente el vehiculo se desliza hacia la puesta de sol. Sonrío en la soledad del habitáculo, quizá soy un cowboy. Yo siento que ese es un destino posible, un lugar cálido. He llegado a comprender que el trayecto es, en sí mismo, mi destino.

martes, 30 de noviembre de 2010

... perdón...

En Villasperanza del Valle, el pueblo del que os hablo, se escucha entre juegos una canción que habla del color rosáceo que se forma por la mezcla de sangre y nieve. Un verso de esta canción que estremece dice: «… sus lágrimas eran cuchillos de hielo». A su son las niñas mueven con destreza sus tobillos entre hilos elásticos. A media tarde, arrullado por estos cantos infantiles, el sol se oculta tras las fachadas que dan a una recoleta plaza, cercana a la Iglesia del Perpetuo Descanso. En ella se yergue altiva la Cruz del Perdón que da nombre a esta plaza. Cruz muy venerada por los parroquianos que acceden con frecuencia a ella para expiar sus culpas.

Durante el temporal esta cruz quedó completamente cubierta por hielo. Era allá por el año dos mil diez. Recuerdo. Ese año estaba próximo a su finalización y un frío inusual reinaba entre las casas, entre las paredes, entre las pieles de la gente. Como estos ciudadanos meridionales no estaban habituados a estos rigores no se habían proveído jamás de prendas de abrigo adecuadas. Y, por ello, equipados precariamente, deambulaban ateridos por la ciudad. El frío era el único tema de conversación. Sólo salían para lo preciso. Y, por último, la temperatura fue tal que todos, sin excepción, se vieron recluidos en sus casas.

El silencio se alió con el frío, la oscuridad con la culpa.

Llevaban semanas encerrados cuando un mínimo rayo de luz se constituyo en heraldo de una breve tregua y el frío levantó el castigo al que sometía a esta ciudad. Animados por ese soplo de vida los témpanos de hielo se quebraron y así hilos de agua helada se abrieron paso entre la nieve. Con el transcurso de las horas los habitantes de la localidad salieron al exterior. Por inercia, por costumbre, por pesares o culpas todos se dirigían a la Plaza del Perdón. El agua, que horas antes era hielo y nieve sobre la cruz, corría por las escaleras de acceso al recinto. En mitad de la plaza la cruz fulgía hostigada por los benignos rayos de sol. A sus pies encontraron el cuerpo sin vida de alguien sin nombre, parecía pedir perdón. Sus lágrimas eran cuchillos de hielo que formaban rosáceos dedos suplicantes sobre la nieve.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Me gusta...

... nombrarte a pesar de no saber como te llamas. Mi mente encuentra la forma de hacerlo, de lanzar sonidos callados al viento, una idea sin letras. Es luego, cuando la brisa de la tarde trae de vuelta esos sonidos vacíos, cuando me deleito. Son fonemas desnudos que forman la potencia de tu nombre. Después quiero imaginar el acto de tu nominación y calculo si no será este o aquel otro nombre. Allí, donde estés, alguien te piensa, poniendo verbo a la idea. Yo no puedo. A pesar de ello me gusta tu nombre.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Donde mueren las gallinas

Veo una mano. Me fijo en los canales que surcan su orografía. Es una mano moteada, de vellos pronunciados y blancos, quizá del color del humo. Se advierte bajo su piel cuarteada la inmediatez de unos huesos que le dan esa forma grande y resuelta, desproporcionada respecto del cuerpo al que pertenece. Esa mano se ocupa en ejecutar, sin esfuerzo alguno y con la destreza propia que da el tiempo, hábiles movimientos que transmiten, a la navaja vieja que sostiene, una industria artesana y rara capaz de arrancar fragmentos de madera a un trozo de leño. Como resultado de esa ciencia antigua brota del corazón del madero, corte tras corte, un objeto nuevo y obsoleto, un artículo en desuso, algo tosco y cateto.

El sol es amarillo y frío, su calor es un soplo suave que acaricia. Hay una estampa desvaída de un santo aterida en la pared húmeda, un almanaque de un tiempo remoto, sin fechas ya. Silba la cafetera que se calienta sobre el anafre, es un murmullo modesto. El humo que de ella asciende parece el tributo votivo al santo del viejo calendario. La doméstica ofrenda llega al olfato del hombre anciano que al parecer soy. Dejo sobre la mesa la figura de madera y apago el fuego. Me miro de nuevo la mano y la siento ajena, la mano de un viejo que no soy. Que me niego a ser.

Detrás de la ventana hay un limonero cargado de limones que nadie recoge. Estos frutos caen al suelo por el peso y se ocultan entre la maleza salvaje. Hubo un tiempo en que esa maleza era una tierna y frondosa hierba. Entonces los limones eran codiciados frutos que desprendían su aroma en el patio, en la cocina, y siempre había una mano, unos labios deseosos, de agarrarlos, de degustarlos. Me propongo respirar intensamente pero a mi olfato sólo llega el silencio. La misma sensación se ceba con mis oídos desde horas, ha pasado demasiado tiempo.

Más allá del limonero y sus limones pálidos veo la puerta de la verja, y más allá la calle desierta. Ya va siendo hora de oír el sonido del claxon, el griterío molesto del muchacho. El ruido. Hora de ver esa sonrisa forzada de su padre, mi hijo, de notar la incomodidad de siempre. Será cuestión de pasar el rato con esta estúpida figura de madera que el niño dejará en un rincón sin prestar atención.

Van a dar las seis de la tarde. Una nube cada vez más grande se ha interpuesto entre la casa y el sol. Crece y acentúa su color plomizo. Seguro que descargará pero no me apetece cerrar la ventana. Percibo el frío y suena el viento que se ha levantado. El viento desapacible, que ha venido de allí donde quiera que estuviera, mueve las ramas del limonero desprendiendo de éste algunos limones más que van a dar al suelo, al olvido.

He dado por concluida la figura de la gallina de madera a eso de las siete y media. Y nada del muchacho, nada de su padre, mi hijo. El chico había disfrutado en el patio con la gallina que teníamos... Que yo tenía... Para entonces ella ya me había dejado... También...

La última vez que me visitaron el muchacho estuvo dando la murga con la gallina. Por la ventana lo veía tras el animal, sin dejarla un momento de reposo. Murió el año pasado. La gallina. Quizá no quiera volver aquí. Donde mueren las gallinas.

viernes, 5 de noviembre de 2010

... movimiento de cámara...

Abajo la ciudad permanece dormida. Los sonidos se ocultan en la distancia. El movimiento lo hace en el interior de edificios diminutos. Hay formas y contornos urbanos que irán cobrando presencia a medida que nos acerquemos, son aún rectángulos cabezudos. Aún apuntadas, pronto adivinaremos antenas y ventanas esbozadas por la realidad de una ciudad sobre la que cae la primera luz. En este instante, en la distancia, en los dominios de la urbe, conviven los rayos de un sol nuevo con las luces artificiales de la noche que acaba. En la azotea de ese edificio hay ropa colgada en unos hilos vencidos por el peso. Aquella sábana, estandarte de ese ejército doméstico de calcetines, ondea mecida por la brisa perezosa que se mueve en la altura. La mirada cae por la fachada del inmueble y se topa con ventanas cerradas a cal y canto, sucias, con la pintura desconchada y su color desvaído. El paso del tiempo deja ver como los rayos solares se aproximan para, como un embozo cálido, nuevo y limpio, cubrir el cuerpo aterido del edificio. Su luz acaba penetrando por una ventana cuya persiana cuenta con orificios regulares en su superficie sucia y polvorienta. En el interior de esta habitación óvalos de luz espejean sobre paredes y muebles, sobre un lecho que preside la estancia. Las paredes están desnudas, no hay cuadros ni objetos colgados, excepto por encima del cabecero de la cama donde a modo de crucifijo profano vemos a Vera Miles en un cartel de cine. Junto al camastro hay una desvencijada mesita de noche sobre la que la luz ha rescatado de las sombras una serie de objetos: un paquete de cigarrillos, un mechero, un libro en el que se lee HARUKI MURAKAMI Tokio blues Norwegian Word, un reloj, un teléfono móvil y unas monedas. Además de esto la habitación sólo cuenta con otros dos muebles, un viejo armario y una silla. Entre las sombras un hombre de unos cuarenta y cuatro años llora desconsoladamente. La mirada se fija en sus ojos arrasados por una cortina de humedad, enrojecidos, y los penetra después. Entre las neuronas se conduce un impulso nervioso, dolor, pena, no sé, es un lenguaje eléctrico.

martes, 26 de octubre de 2010

... rosa roja...

El alma, que lleva prendados fragmentos de luz, que ha tocado lo divino un día, sonríe a la materia, tan tosca, tan burda sustancia. Conduce la nave terrena, el timón tiembla en sus manos, por el proceloso mar de los sentidos, esos que le fueron tan ajenos. Y es que el intelecto, mecánico y racional, ahora dormido, ha prestado breve instante a las avenidas interiores, donde el alma, que había estado recostada entre mullidas arterias que rezumaban humedades azules de sangres bermejas —mundana e improvisada sábana de seda que la cobijaba—, despierta solazada y sonríe a la historia reciente de un beso, rosa roja de unos labios. Novísima experiencia que la hace alzarse de su postrado reposo y, divertida, activa el resorte, que cruje como cruje lo orgánico, hace trabajar a la materia y crea respuestas en forma de físicas convulsiones. Los humos, los sonidos y engranajes de la fragua que llaman vida, factoría insensata de carne, velan y ensordecen, ocultan y escatiman, despeñan los ideales intangibles que al alma sustentaban, como si de perros muertos se tratasen, arrojándolos por la pendiente que conduce al barranco del olvido. Inmolada la sustancia del alma en el acto profano de conducirse por los sentidos, queda el cuerpo desnudo, bello, ávido y sin rumbo. Jamás fue tan cuerpo.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Lo tuyo no tiene nombre

Parece que suenen trompetas que el oído humano no capta, no se percibe el ruido ajetreado de la calle y la imagen reverbera, se ondula. Los vehículos están como dormidos, no avanzan sino impulsados por una dejadez cansina. Es muy probable que el sol se haya desplomado con toda su oronda fisonomía sobre la ciudad, dejado toda su furia abajo y subido de nuevo a su privilegiada posición natural; los rostros de los conductores, bajo una película de sudor, no reflejan otra cosa que esta certeza insólita. Seguramente, atrapados en los habitáculos de los coches, en un muy probable estado de alteración nerviosa, pulsan el dispositivo que hace generalmente sonar el claxon, en vano, el sonido es un elástico mudo. Algún peatón lucha con el asfalto para evitar quedar pegado, atrapado en mitad del absurdo urbano, el suelo es ahora una sustancia viscosa, oscura. Sospecho que la temperatura no está hoy atrapada en un juguete de mercurio, sino que, sin embargo, ha decidido abandonarlo para mostrar toda su fuerza por capricho, que no hay una inteligencia superior detrás de esta muerte cierta. Estoy debilitado por el calor, el dispositivo del aire acondicionado del coche es ridículo. Estoy pensado en un tribunal que juzga a un termómetro por genocidio. Las ideas son así, de esa hechura, absurdas. La caravana de vehículos ondulante que me tiene atrapado en esta bifurcación es geológica, avanza a lo largo de la historia, temo no vivir lo suficiente para cruzar la avenida.
Creo haber perdido el conocimiento algo después de agotar la botellita de agua, pero no tengo pruebas empíricas que lo atestigüen, es sólo una sospecha. Hace horas que todo es lo mismo bajo la canícula más terrible. Ahora he dejado de grabar mis palabras, ya sólo pienso, intento fijar mis ideas despreciando las muchas absurdas cosas que la liberalidad de mi mente pergeña. Es en esta actividad en la que me centro para creer que no se ha detenido el tiempo a pesar de que en el espacio no surge el más mínimo movimiento. Es más, intento mover mis manos sin éxito, las intuyo ahí, ambas sobre el volante, no veo, ni siquiera percibo el principio de calcinación de mi piel, la combustión de mis bellos, pelos, pestañas.
Un ahogo cercano al colapso cardiaco se insinúa en mi interior cuando de pronto, fruto de la magia, un sonido llega a mi oído, un ruido platónico, la idea de murmullo, leve, apuntado, un susurro minúsculo. Al parecer la puerta contigua al copiloto se abre permitiendo la entrada de una luz blanca, fría, muy agradable que envuelve a un ángel con forma de mujer. Todo ello es una corriente de aire fresco, una curación, el saludo de una diosa benefactora. Sus labios son de una hermosura milenaria, clásica, sobria. Percibo un movimiento en ellos, me van a hablar:
—Pero bueno,… que te lo has fumao to... que no te has visto harto con una calaita ¿no?

martes, 24 de agosto de 2010

EXPOSICIÓN DE PINTURAS BAU, el 4-09-2010 a las 21:00 horas



Del color de la tierra negra, de la gris y ocre. De los aromas afrutados del vino blanco. De las acelgas y berenjenas, también del color de estas últimas. Del color de la vida. Bau está pintado, es un autorretrato de un retrato. Se rebusca a sí mismo aún, como busca los colores, las texturas y sobre todo las sensaciones.
Nos llegó con aroma a zurrón de reparto de correos y al yodo de los carretes de fotos. Luego se situó detrás del mostrador de golosinas mosqueado con su adolescencia, por que no cabía en ella. Y con un Bic punta fina color negro, hacia temblar al mismísimo Moebius. Yo lo he visto. Ahora véanlo ustedes.


José Ramírez Rivero

viernes, 16 de julio de 2010

una Torre

Toda historia nace en un sueño. La realidad es presente que acontece con el vértigo de un tictac que se repite y olvida. Es en el mundo de lo onírico donde se ordena y se acomoda, se hace leyenda el más trivial de los recuerdos. Es así, o quizá no, quizá es en el sueño donde mueren las historias y al despertar nos enfrentamos a la insoportable levedad del ser. Tengo dudas sobre esto, probablemente se lo debo a este torpe despertar.
Mi garganta está seca y a duras penas mis párpados transigen con liberar a mis ojos de las tinieblas. Don finas películas de mirada semidormida contemplan la habitación en que me encuentro. Es razonable que no la reconozca, ni siquiera me extraño por ello. Siento un vacío con peso propio en el estómago, o quizá es en la barriga donde está instalado. No tengo claro su emplazamiento, pero lo percibo, a pesar de ser una ausencia, como un cuerpo. Es un vacío que está vivo.
Más abajo, entre las piernas, en localización perfectamente identificada, se levanta una parte de mí. Con toda certeza esta parte conserva recuerdos que mi mente no retiene, la envidio y sonrío como haría un hipócrita con la capacidad de engañarse a si mismo.
La sonrisa ha movido músculos de mi cara y he experimentado la sensación de que ésta está conformada por una piel y unos músculos apergaminados, que no es mi cara. De todos modos esto es frecuente en mí, en los archivos de mi mente la imagen de mi mismo debe tener unos diecinueve años a pesar de que tengo cuarenta y cuatro. Pienso en mi rostro basándome en mis archivos y el espejo a diario me comunica con un extraño. Estoy enfadado con mi imagen. De manera que es muy probable que esta piel castigada y longeva sea mi rostro a pesar de sentirla hoy más extraña y rígida que nunca.
Mis ojos están abiertos con normalidad. He empezado a cobrar conciencia del espacio y el tiempo. Esta no es mi habitación, ahora lo puedo afirmar. Las paredes son húmedas y en lugar de ladrillos revestidos se ven con nitidez bloques de piedra tallada alineados en altura para conformar un habitáculo. Estas paredes son irregulares, llegan a una altura de un metro en los tramos más bajos y hasta al menos tres en los más altos. Miro hacia arriba y veo el cielo gris, no hay techo que obstaculice mi observación. Eso explica la intensa luz que me impedía antes, recién llegado de mis sueños, abrir los ojos.
Los músculos agarrotados me indican que he amanecido tumbado en el suelo. A pesar de ello insisto en querer recordar una cama. Me pongo de pie y, a través de los muros más bajos, veo gran cantidad de piedras de la misma forma a estas que forman la habitación. Están dispersas sueltas o unidas en bloques mayores entre fragmentos de madera y al parecer mobiliario muy antiguo. Hay tejas quebradas, cristales y algunas formas indeterminadas de metal, al parecer hierro herrumbroso, me recuerda a barrotes, pero bien pudiera ser otra cosa. Veo algunos zapatos, ropa diversa y llena de escombro. Todo está lleno de escombro, como si hiciera porco tiempo de un derrumbe.
Salto el muro bajo de la habitación, he visto una puerta de madera vieja, pero está en el otro lado.
Una vez fuera tengo ante mí la visión total del desplome. Me llama la atención que la habitación de la que procedo es la única del edificio ahora derruido. En este instante una fugaz imagen, un recuerdo débil se insinúa en mi mente. Torre, yo había soñado con una torre.
La torre estaba vacía. No hay nadie, ningún ser humano bajo los escombros. Eso me tranquiliza pero también me hace pensar que tengo ganas de conquistar mis sueños, pues ahora sí sé que es en el sueño donde mueren las historias.

viernes, 28 de mayo de 2010

El Cantar de los Cantares

CAPÍTULO 1
1. Cantar de los cantares, de Salomón.
2. ¡Que me bese con los besos de su boca! Mejores son que el vino tus amores;
3. mejores al olfato tus perfumes; ungüento derramado es tu nombre, por eso te aman las doncellas.
4. Llévame en pos de ti: ¡Corramos! El Rey me ha introducido en sus mansiones; por ti exultaremos y nos alegraremos. Evocaremos tus amores más que el vino; ¡con qué razón eres amado!
5. Negra soy, pero graciosa, hijas de Jerusalén, como las tiendas de Quedar, como los pabellones de Salmá.
6. No os fijéis en que estoy morena: es que el sol me ha quemado. Los hijos de mi madre se airaron contra mí; me pusieron a guardar las viñas, ¡mi propia viña no la había guardado!
7. Indícame, amor de mi alma, dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear a mediodía, para que no ande yo como errante tras los rebaños de tus compañeros.
8. Si no lo sabes, ¡oh la más bella de las mujeres!, sigue las huellas de las ovejas, y lleva a pacer tus cabritas junto al jacal de los pastores.
9. A mi yegua, entre los carros de Faraón, yo te comparo, amada mía.
10. Graciosas son tus mejillas entre los zarcillos, y tu cuello entre los collares.
11. Zarcillos de oro haremos para ti, con cuentas de plata.
12. - Mientras el rey se halla en su diván, mi nardo exhala su fragancia.
13. Bolsita de mirra es mi amado para mí, que reposa entre mis pechos.
14. Racimo de alheña es mi amado para mí, en las viñas de Engadí.
15. - ¡Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! ¡Palomas son tus ojos!
16. - ¡Qué hermoso eres, amado mío, qué delicioso! Puro verdor es nuestro lecho.
17. - Las vigas de nuestra casa son de cedro, nuestros artesonados, de ciprés.

CAPÍTULO 2

1. Yo soy el narciso de Sarón, el lirio de los valles.
2. - Como el lirio entre los cardos, así mi amada entre las mozas.
3. - Como el manzano entre los árboles silvestres, así mi amado entre los mozos. A su sombra apetecida estoy sentada, y su fruto me es dulce al paladar.
4. Me ha llevado a la bodega, y el pendón que enarbola sobre mí es Amor.
5. Confortadme con pasteles de pasas, con manzanas reanimadme, que enferma estoy de amor.
6. Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza.
7. - Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca.
8. ¡La voz de mi amado! Helo aquí que ya viene, saltando por los montes, brincando por los collados.
9. Semejante es mi amado a una gacela, o un joven cervatillo. Vedle ya que se para detrás de nuestra cerca, mira por las ventanas, atisba por las rejas.
10. Empieza a hablar mi amado, y me dice: "Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente.
11. Porque, mira, ha pasado ya el invierno, han cesado las lluvias y se han ido.
12. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones es llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra.
13. Echa la higuera sus yemas, y las viñas en cierne exhalan su fragancia. ¡Levántate, amada mía, hermosa mía, y vente!
14. Paloma mía, en las grietas de la roca, en escarpados escondrijos, muéstrame tu semblante, déjame oír tu voz; porque tu voz es dulce, y gracioso tu semblante."
15. Cazadnos las raposas, las pequeñas raposas que devastan las viñas, pues nuestras viñas están en flor.
16. Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado: él pastorea entre los lirios.
17. Antes que sople la brisa del día y se huyan las sombras, vuelve, sé semejante, amado mío, a una gacela o a un joven cervatillo por los montes de Béter.

CAPÍTULO 3
1. En mi lecho, por las noches, he buscado al amor de mi alma. Busquéle y no le hallé.
2. Me levantaré, pues, y recorreré la ciudad. Por las calles y las plazas buscaré al amor de mi alma. Busquéle y no le hallé.
3. Los centinelas me encontraron, los que hacen la ronda en la ciudad: "¿Habéis visto al amor de mi alma?"
4. Apenas habíalos pasado, cuando encontré al amor de mi alma. Le aprehendí y no le soltaré hasta que le haya introducido en la casa de mi madre, en la alcoba de la que me concibió.
5. Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las ciervas del campo, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca.
6. ¿Qué es eso que sube del desierto, cual columna de humo sahumado de mirra y de incienso, de todo polvo de aromas exóticos?
7. Ved la litera de Salomón. Sesenta valientes en torno a ella, la flor de los valientes de Israel:
8. todos diestros en la espada, veteranos en la guerra. Cada uno lleva su espada al cinto, por las alarmas de la noche.
9. El rey Salomón se ha hecho un palanquín de madera del Líbano.
10. Ha hecho de plata sus columnas, de oro su respaldo, de púrpura su asiento; su interior, tapizado de amor por las hijas de Jerusalén.
11. Salid a contemplar, hijas de Sión, a Salomón el rey, con la diadema con que le coronó su madre el día de sus bodas, el día del gozo de su corazón.

CAPÍTULO 4
1. Qué bella eres, amada mía, qué bella eres! Palomas son tus ojos a través de tu velo; tu melena, cual rebaño de cabras, que ondulan por el monte Galaad.
2. Tus dientes, un rebaño de ovejas de esquileo que salen de bañarse: todas tienen mellizas, y entre ellas no hay estéril.
3. Tus labios, una cinta de escarlata, tu hablar, encantador. Tus mejillas, como cortes de granada a través de tu velo.
4. Tu cuello, la torre de David, erigida para trofeos: mil escudos penden de ella, todos paveses de valientes.
5. Tus dos pechos, cual dos crías mellizas de gacela, que pacen entre lirios.
6. Antes que sople la brisa del día, y se huyan las sombras, me iré al monte de la mirra, a la colina del incienso.
7. ¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!
8. Ven del Líbano, novia mía, ven del Líbano, vente. Otea desde la cumbre del Amaná, desde la cumbre del Sanir y del Hermón, desde las guaridas de leones, desde los montes de leopardos.
9. Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya, con una vuelta de tu collar.
10. ¡Qué hermosos tus amores, hermosa mía, novia! ¡Qué sabrosos tus amores! ¡más que el vino! ¡Y la fragancia de tus perfumes, más que todos los bálsamos!
11. Miel virgen destilan tus labios, novia mía. Hay miel y leche debajo de tu lengua; y la fragancia de tus vestidos, como la fragancia del Líbano.
12. Huerto eres cerrado, hermana mía, novia, huerto cerrado, fuente sellada.
13. Tus brotes, un paraíso de granados, con frutos exquisitos:
14. nardo y azafrán, caña aromática y canela, con todos los árboles de incienso, mirra y áloe, con los mejores bálsamos.
15. ¡Fuente de los huertos, pozo de aguas vivas, corrientes que del Líbano fluyen!
16. ¡Levántate, cierzo, ábrego, ven! ¡Soplad en mi huerto, que exhale sus aromas! ¡Entre mi amado en su huerto y coma sus frutos exquisitos!

CAPÍTULO 5
1. Ya he entrado en mi huerto, hermana mía, novia; he tomado mi mirra con mi bálsamo, he comido mi miel con mi panal, he bebido mi vino con mi leche. ¡Comed, amigos, bebed, oh queridos, embriagaos!
2. Yo dormía, pero mi corazón velaba. ¡La voz de mi amado que llama!: "¡Ábreme, hermana mía, amiga mía, paloma mía, mi perfecta! Que mi cabeza está cubierta de rocío y mis bucles del relente de la noche."
3. - "Me he quitado mi túnica, ¿cómo ponérmela de nuevo? He lavado mis pies, ¿cómo volver a mancharlos?"
4. ¡Mi amado metió la mano por la hendedura; y por él se estremecieron mis entrañas.
5. Me levanté para abrir a mi amado, y mis manos destilaron mirra, mirra fluida mis dedos, en el pestillo de la cerradura.
6. Abrí a mi amado, pero mi amado se había ido de largo. El alma se me salió a su huida. Le busqué y no le hallé, le llamé, y no me respondió.
7. Me encontraron los centinelas, los que hacen la ronda en la ciudad. Me golpearon, me hirieron, me quitaron de encima mi chal los guardias de las murallas.
8. Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, si encontráis a mi amado, ¿qué le habéis de anunciar? Que enferma estoy de amor.
9. ¿Qué distingue a tu amado de los otros, oh la más bella de las mujeres? ¿Qué distingue a tu amado de los otros, para que así nos conjures?
10. Mi amado es fúlgido y rubio, distinguido entre diez mil.
11. Su cabeza es oro, oro puro; sus guedejas, racimos de palmera, negras como el cuervo.
12. Sus ojos como palomas junto a arroyos de agua, bañándose en leche, posadas junto a un estanque.
13. Sus mejillas, eras de balsameras, macizos de perfumes. Sus labios son lirios que destilan mirra fluida.
14. Sus manos, aros de oro, engastados de piedras de Tarsis. Su vientre, de pulido marfil, recubierto de zafiros.
15. Sus piernas, columnas de alabastro, asentadas en basas de oro puro. Su porte es como el Líbano, esbelto cual los cedros.
16. Su paladar, dulcísimo, y todo él, un encanto. Así es mi amado, así mi amigo, hijas de Jerusalén.

CAPÍTULO 6
1. ¿A dónde se fue tu amado, oh la más bella de las mujeres? ¿A dónde tu amado se volvió, para que contigo le busquemos?
2. Mi amado ha bajado a su huerto, a las eras de balsameras, a apacentar en los huertos, y recoger lirios.
3. Yo soy para mi amado y mi amado es para mí: él pastorea entre los lirios.
4. Hermosa eres, amiga mía, como Tirsá, encantadora, como Jerusalén, imponente como batallones.
5. Retira de mí tus ojos, que me subyugan. Tu melena cual rebaño de cabras que ondulan por el monte Galaad.
6. Tus dientes, un rebaño de ovejas, que salen de bañarse. Todas tienen mellizas, y entre ellas no hay estéril.
7. Tus mejillas, como cortes de granada a través de tu velo.
8. Sesenta son las reinas, ochenta las concubinas, (e innumerables las doncellas).
9. Única es mi paloma, mi perfecta. Ella, la única de su madre, la preferida de la que la engendró. Las doncellas que la ven la felicitan, reinas y concubinas la elogian:
10. "¿Quién es ésta que surge cual la aurora, bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como batallones?"
11. Al nogueral había yo bajado para ver la floración del valle, a ver si la vid estaba en cierne, y si florecían los granados.
12. ¡Sin saberlo, mi deseo me puso en los carros de Aminadib!

CAPÍTULO 7
1. ¡Vuelve, vuelve, Sulamita, vuelve, vuelve, que te miremos! ¿Por qué miráis a la Sulamita, como en una danza de dos coros?
2. ¡Qué lindos son tus pies en las sandalias, hija de príncipe! Las curvas de tus caderas son como collares, obra de manos de artista.
3. Tu ombligo es un ánfora redonda, donde no falta el vino. Tu vientre, un montón de trigo, de lirios rodeado.
4. Tus dos pechos, cual dos crías mellizas de gacela.
5. Tu cuello, como torre de marfil. Tus ojos, las piscinas de Jesbón, junto a la puerta de Bat Rabbim. Tu nariz, como la torre del Líbano, centinela que mira hacia Damasco.
6. Tu cabeza sobre ti, como el Carmelo, y tu melena, como la púrpura; ¡un rey en esas trenzas está preso!
7. ¡Qué bella eres, qué encantadora, oh amor, oh delicias!
8. Tu talle se parece a la palmera, tus pechos, a los racimos.
9. Me dije: Subiré a la palmera, recogeré sus frutos. ¡Sean tus pechos como racimos de uvas, el perfume de tu aliento como el de las manzanas,
10. tu paladar como vino generoso! El va derecho hacia mi amado, como fluye en los labios de los que dormitan.
11. Yo soy para mi amado, y hacia mí tiende su deseo.
12. ¡Oh, ven, amado mío, salgamos al campo! Pasaremos la noche en las aldeas.
13. De mañana iremos a las viñas; veremos si la vid está en cierne, si las yemas se abren, y si florecen los granados. Allí te entregaré el don de mis amores.
14. Las mandrágoras exhalan su fragancia. A nuestras puertas hay toda suerte de frutos exquisitos. Los nuevos, igual que los añejos, los he guardado, amado mío, para ti.

CAPÍTULO 8
1. ¡Ah, si fueras tú un hermano mío, amamantado a los pechos de mi madre! Podría besarte, al encontrarte afuera, sin que me despreciaran.
2. Te llevaría, te introduciría en la casa de mi madre, y tú me enseñarías. Te daría a beber vino aromado, el licor de mis granadas.
3. Su izquierda está bajo mi cabeza, y su diestra me abraza.
4. Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, no despertéis, no desveléis al amor, hasta que le plazca.
5. ¿Quién es ésta que sube del desierto, apoyada en su amado? Debajo del manzano te desperté, allí donde te concibió tu madre, donde concibió la que te dio a luz.
6. Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo. Porque es fuerte el amor como la Muerte, implacable como el seol la pasión. Saetas de fuego, sus saetas, una llama de Yahveh.
7. Grandes aguas no pueden apagar el amor, ni los ríos anegarlo. Si alguien ofreciera todos los haberes de su casa por el amor, se granjearía desprecio.
8. Tenemos una hermana pequeña: no tiene pechos todavía. ¿Qué haremos con nuestra hermana el día que se hable de ella?
9. - Si es una muralla, construiremos sobre ella almenas de plata si es una puerta, apoyaremos contra ella barras de cedro.
10. - Yo soy una muralla, y mis pechos, como torres. Así soy a sus ojos como quien ha hallado la paz.
11. Salomón tenía una viña en Baal Hamón. Encomendó la viña a los guardas, y cada uno le traía por sus frutos mil siclos de plata.
12. Mi viña, la mía, está ante mí; los mil siclos para ti, Salomón; y doscientos para los guardas de su fruto.
13. ¡Oh tú, que moras en los huertos, mis compañeros prestan oído a tu voz: ¡deja que la oiga!
14. ¡Huye, amado mío, sé como la gacela o el joven cervatillo, por los montes de las balsameras!

martes, 16 de marzo de 2010

Génesis

Amaneció en la ventana. Y al cabo amanecía ya en las tapas ajadas de aquel libro. La luz del sol llegaba hasta él arrancándole el vago recuerdo de su contenido. Ese libro, la noche anterior, me había tenido hasta el borde de la vigilia contemplando el firmamento, sumido en la dulce concepción de mi pequeñez. A través de esa misma ventana, absorto en el fulgor de estrellas engalanadas por la poesía, me había hecho por primera vez preguntas cuyas respuestas, aún veladas y oscuras, imaginaba habrían de ser tan fulgurantes como aquellos hermosos y milenarios astros.
Ahora los rayos solares amenazan con proyectar su luz sobre el embozo, aún sumido en la grisácea penumbra, bajo el cual mis pies dormidos sueñan con mágicas peregrinaciones. La claridad entra sesgada en la habitación, es un ejército de hormigas hacendosas que, muellemente y sin descanso, avanza con el propósito de coronar la cima de mi cuerpo descansado. Ahora tengo la certeza de que este cuerpo ha sido hasta ayer un conjunto de dependencias vacías al que ha llegado un inquilino nuevo e inquieto, ávido de conocimiento. Me desasosiega profundamente el descubrimiento de saberme un alma.
La progresión incansable de las hormigas ha inundado ya cada rincón de la habitación. El momento en que los rayos de luz han alcanzaron los macerados e hieráticos pies del crucifijo que pende de la pared por encima de la cabecera de mi cama, siguiendo la sucesión de mis elucubraciones, ha llevado a mis pensamientos a un punto que, asustado, he arrojado de mi mente prestamente. Permanezco en la cama con la sensación de estar fuera del engranaje lógico de mis días anteriores. Esta extraña metamorfosis, como apoteosis del proceso iniciado la víspera, expulsa ahora de mi cuerpo al firme auriga que fui, y que asía férreamente las riendas de su existencia, dejando entre sus paredes a una marioneta ansiosa por contactar con el otro extremo de sus hilos.
Tengo ante mí la tarea nada trivial de conocerme.

martes, 2 de febrero de 2010

Degete

Es un regalo de las ondas, escucho los Sunday Drivers en la radio, las notas brotas de un lugar indeterminado del habitáculo mientras mi compañero de viaje reposa soñoliento sobre el asiento contiguo, ha adoptado una pose irregular pero se le adivina descansado. El suave y agradable calor de los rayos del sol nos abraza. Se trata del primer respiro que nos da este invierno crudo. Inesperadamente estoy conforme conmigo mismo, lo que resulta de lo más inusual. Debe ser la armonía que me circunda esta tarde de domingo. Una de mis sonrisas se abre camino entre los músculos dormidos de mi rostro sereno. En este instante es posible la aceptación. Soy este que veo en el retrovisor. Me reconozco en él a pesar de no ser aquel otro al que los años han sepultado bajo esta otra piel. He leído que la piel se renueva cada treinta días aproximadamente, así que dónde está ahora aquel muchacho. Por primera vez no me desagrada la persona adulta que se dibuja en el cristal. Repentina y sorpresivamente siento un vaivén que viene a ser un vértigo violento encajado en el instante de una décima de segundo…
… Siento una sed sojuzgadora y, al mismo tiempo diviso una deslumbrante luz cegadora al fondo de un túnel, he olvidado ya aquel instante anterior en el que, desde la indeterminada existencia, percibía, con creciente dificultad, un radiofónico anuncio, algo sobre la degete.