En unos años ha modificado su aspecto, ahora es delgada.
Quizá deba decir delgadita, ya que a su edad su enjuta figura resulta
entrañable. Es cierto que La ropa que cubre su cuasiesqueleto es viva y
abigarrada, que los colores son usados sin concierto ni modo. Pero no lo es
menos que su sonrisa, archipresente en el óvalo luminoso de su rostro, da orden
al caos. Toda esa fiesta pueril de lo cromático, de collares, sombreritos y
pulseras, queda relegada a simple comparsa en una figura donde sobresalta, hasta sojuzgar
la mirada, la deliciosa curva perenne de sus labios amplios. Ellos son el
recuerdo de su hermosura juvenil y el presente de ese concepto cuando lo
denominamos belleza y lo hacemos imperecedero. En ella lo estridente es
equilibrio como resultado de una simpatía evidente. Sus ademanes son graciosos
y amables. Sonríe. Sonríe siempre.
Pero yo
recuerdo a esta mujer siendo yo un niño, el gris de su atuendo y la sobriedad
de sus movimientos. Recuerdo sobre todo las bolsas bajos sus ojos lejanos y la
línea vacía de sus labios. En mi memoria aún se sucede ese pesado transitar la
calle, ese arrastrar de bolsas, ese duro gobierno de un mar de carritos, niños
y maridos.
Hoy lleva
en su brazo un reloj de Loewe blanco cuya pulsera podría atrapar su cuello sin
dificultad que rueda por su muñeca arbitrariamente y sin descanso. Está en el
portal de su vieja casa y sus movimientos son propios de ritmos del pasado pero
es justo decir que baila. En este instante se ayuda de la otra mano enjuta,
todo piel y huesos, para inmovilizar el reloj y poder ojearlo.
Es
evidente que espera a su amado.
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