… ahora
sé que aquella dulce niña que rasgaba y se ocultaba tras la enorme guitarra que
reposaba en su regazo era Nazaret. Aquello era el pueblo de Dios y sus festivas
eucaristías al aire libre. Una mezcla de jóvenes y adultos en mitad de
cualquier terreno estéril movidos por hilos perdidos en el infinito de la
bóveda celeste pasando por ser los chicos de Siete Novias para Siete Hermanos, o
los hippies de la Era de Acuarios o un centenar de miembros del cuerpo de
Marines de los Estados Unidos, o todo ello a la vez y amalgamado. Allí las raciones
cuartelarías en escudillas de metal mostraban con solvencia la otra idea nacida
de la misma raíz que el comunismo, ésta benigna, que llamaban la comunidad.
Todo era olor a madera y campo abierto, exigua vegetación entre eucaliptos y reposo
y meditación. Pero también interacción entre las distintas ovejas del mismo
rebaño. En una concepción entonces moderna del catolicismo a base de hojas de
palma y frases evangélicas escritas con pinceles en cantos rodados, y piedras
mayores grandes como tótems, la música tenía su espacio, era trascendente y fundamental.
Ella hacía música y merced a ello se elevaba como patricia en un mar de
plebeyos. Mi idea no era otra que ligar, claro. En mi vida he visto a nadie más
hipócrita que ese yo de entonces. Cuando la hostia estaba en mi paladar y había
cerrado los ojos, incluso apretando, me esforzaba por sentir cómo lo divino me
poseía. Nada de eso notaba. No sentía que me inundara ninguna luz divina; y
preso de la culpa y la frustración fingía. Y fingía tanto que llevaba mi
representación al límite. Algo así como aquí está el Nirvana y viene para
quedarse. Lo que más anhelaba a lo largo del ritual de la eucaristía era cuando
finalmente el cura, que generalmente cruzaba la estola sobre una camisa a
cuadros que acompañaba a sus vaqueros gastados, decía aquello de «daos
fraternalmente la paz», o sea: carta blanca para el besuqueo. A por la
guitarrista de la cinta cruzada en la frente iba yo que me las pelaba. Y tantos
otros. Por el camino hubiera sido capaz de negar la paz al mismísimo Mahatma, si
hubiera sido preciso, de estrangular con el cordón de algodón del que pendía mi
cruz de madera a cualquier rival que se me cruzara en el camino. El caso era
que, en el tiempo prudente que se concedía para ello, mayor que en la Iglesia del
pueblo por lo que tenía cronometrado, yo pudiera recrearme tanto como me fuera
posible en dar la paz a esa muchacha sin nombre, la diosa del cristianismo
activo. Llegado felizmente a ello, a la vez que asía su mano para estrecharla, con
la otra tocaba su cintura y mis labios se recreaban en los dos besos que ponía
en sus mejillas. Qué dulce. Esa piel. Esos mofletes rosados y deliciosos que
soplaban canciones con el apacible timbre de una voz casi indolente. En su
rostro se representaba la desidia propia de la fama cuando se topa con la
gentuza. Levitaba poseída por la luz que a mí me era esquiva. Ella pertenecía
al grupo cristiano de moda, la élite de los campamentos y convivencias de la
provincia: Brotes de Jaramago. ¿Qué otro fin perseguían aquellas convivencias? Nadie
puede decir, a pesar de todo, que no aprendiera yo a amar a la prójima…
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario