... hace
frío. Cada vivienda dispone de un recoleto jardín en la parte posterior del
edificio. Allí cae el sol cuando el sol cae. Nadie, si acaso remotamente,
visita el lugar. Sí lo hace la mala hierba y los arbustos que la humedad y el paso
del tiempo alimentan. Allí permanecen vivas las plantas que la mamá de Nazaret cultivó
con esmero. Se trata de un minúsculo rectángulo de vivos colores, de colores vivos,
recortado en mitad de la desidia. Una verja de rombos metálicos separa este
diminuto paraíso de la inacción. Surge altivo, en su pequeñez, ante la frondosidad
natural que devora la presencia humana indolente o su simple ausencia, acotado por el asfalto limpio que lo antecede
y las parcelas abandonadas por los vecinos. Resulta evidente que estos jamás miran
hacia allí desde sus casas confortables. A la entrada, asido a la verja, un
escueto cartel anuncia, en español: Ático B. Una bicicleta se apoya en la malla
metálica y la esquivo para tomar la entrada que se ofrece franca. Adivino, en
cada planta, la mano de un esmerado jardinero. Habré de asumir este coste como
exige la nota de Nazaret que encontré en el apartamento. Nada sé de cultivar y
cuidar plantas, toda mi pericia con ellas descansa en mi deleite, en su
observación… ellas me dicen cosas y el azufre que recorre mis venas se disipa.
Sé que pasaré horas contemplando estos escuetos parterres. Esta flora
constreñida en el breve espacio de mi jardín será mi compañera todo este
tiempo. Cuando mi obra haya tomado cuerpo independiente por sí, se separe de
mí, y vea la luz, las ramas, pétalos y luces de este carmen se habrán mezclado con
las páginas escritas. En cada línea, en cada palabra, habrán echado sus raíces.
Así nos mezclaremos indisolubles este rincón de frondosidad extraordinaria, el
tiempo y yo. Serán sólo unas cuartillas que surgirán de este destierro al que
sonrío. Entre tanto las estaciones se habrán sucedido en Ochtrup…
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