Están ahí el frío, el sol y el azul del cielo limpio, más
allá del cristal; están también en la palma de mi mano, que tengo plantada en
el vidrio. Ese contacto me comunica con el exterior, donde observo coches
deambulando y les supongo bandazos sin rumbo. Una mujer que, como si de Londrés
se tratara, ha pasado ricamente embutida en ropa de abrigo, y con el cabello parcialmente
atrapado bajo el vuelo de su bufanda delicada y de colores pastel, me ha
recordado, por su paso firme, a esa señorita Jones de pómulos rosados y
sonriente resuelta a cambiar su universo emocional, pero que luego en casa
lamentará su camino yermo y empinará el codo cantando canciones que hablen de
soledad. Cómo la conozco sin saberla cierta. Ocioso me enredo con la tarde repleta
de horas vacías, le sonrío a la idea de cubrirlas con deleite y con el uso
arbitrario del pensamiento, en libertad, sin filtros. Ahí abajo, los naranjos
juegan con el viento a resistir su envite, su verdor y sus frutos me
transportan a los cientos de veces que las manos me han olido a ellos, la
frondosidad de sus copas me recuerdan a Janis Joplin y, en general, al pelo
desaliñado con la gracia de un consumidor de cannabis. Siento en la habitación
contigua una humana presencia, viva e inquieta, aún cuando es una vivienda
ajena adivino los muebles y la oigo respirar o intuyo una respiración a través
de la fina pared que nos separa, se trata de la vecina, la niña rubia, evoco su
rostro: un óvalo exento de aristas, con sus gafas y sus ojos vivos aprendices
de sabios; y suenan los primeros acordes, suena esa melodía desde su violín. Tan
virtuosa, tan niña, tan dulce, tan sabia parece. Varias veces me he cruzado con
ellas en las escaleras. Son llamativas las manos de ambas, de dedos estilizados
y casi translúcidos. Su madre es menos niña, menos rubia, menos dulce y quizá
mucho más sabia. Manos reales, verdaderas, apetece asirlas, y manos reales, nobles,
estilizadas, mayestáticas, tan lejanas. Parece una mujer resuelta, cuando las
vi por primera vez les inventé sus vidas con un súbito chasquido de dedos. Supe,
según mi intuición, que era una mujer dispuesta a reinventarse tras un
cataclismo emocional. Y a fuerza de inventarlas en cada cruce, en cada sonrisa,
en cada mirada, ellas me confirman su pasado, sus identidades. Quizá han hecho
un esfuerzo por adaptarse a una vida más sobria, con dignidad. Eso me lo afirman
sus ropas, esos tejidos, la sutilidad y majestad de su tacto, el tacto que ha
probado con arrobo mi mirada, quizá se ha recreado a hurtadillas en esa
transgresión inocente. La humildad en ellas es un regalo caprichoso para la
mirada del mundo que no les infringe la más mínima mella. Una niña que arranca
a ese objeto extraño la música que se filtra hasta mí, que me acuna en esta
tarde soleada y fría, es arrogante. Una madre que surgió de la bruma gris del
pasado y del silencio, de esa nada de lo ignoto, para habitar un modesto
inmueble de protección oficial con su pequeña violinista, su porte y modales,
es en mí la viva imagen de esa extraña virtud que se aleja de lo tosco con
gracia infinita. Habré de inventarlas unos nombres. Mientras tanto no ceses de
tocar esa melodía dulce y lúcida pequeña.
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1 comentario:
Que no cese la música ni siquiera en las tardes de invierno...
Un abrazo.
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