Las
agujas de los pinos este año estaban especialmente crujientes. Esa sensación de
fractura sutil múltiple siempre había agradado
especialmente al muchacho, pisarlas y sentir como se quebraban bajo sus pies
era una delicia. En su descabellada peripecia mental se dejaba seducir por la
impresión de caminar por una superficie ornamentada con el propósito de
festejar el paso mayestático de una divinidad. La augusta luz del sol se
filtraba entre los pinos trazando verdaderos rayos y se percibía, alentado por
el calor tardío de un otoño más benigno, el aroma intenso de las coníferas y el
follaje del bosque. Podía ser el divino caudillo macedonio llamado Alejandro
con sólo acercar su mano al suelo y recoger una de las espadas que el capricho
de la naturaleza había forjado en el recuerdo de lo que fue una rama. Pero
ahora no era el tiempo de los juegos. Él mismo se sentía crecer y experimentaba
un nuevo impulso que lo apartaba de la inocencia. Por lo que tenía entendido lo
que le sucedía, que él no sabía ubicar muy bien en su cuerpo, acontecía en el
corazón. Quien días antes hubiera conducido un ejército invasor macedonio hacía
una victoria segura, con aplomo y fuerza, mostrando orgulloso sus estandartes,
ahora procuraba el máximo sigilo a sus pies y notaba como estruendos cada
pisada sobre las agujas que se fracturaban con estrépito. Se aproximó a donde
el azar lo había llevado unos días atrás, a donde desde ese momento no ha
faltado cada tarde. Procura el hurto de su presencia la alta vegetación que ha
brotado en un recodo de la alambrada. A cobijo de unos árboles y de la mirada
ajena se aferra a los triángulos metálicos con cada dedo. Sus ojos se acomodan
para saquear la imagen confiada del interior, tras la alambrada los movimientos
distraídos y confiados alrededor de la piscina se suceden a un ritmo natural. Los
párpados se expanden hasta el perímetro más amplio de su capacidad, han salido
ella, la niña de piel dorada, y su cabello tan rubio, casi blanco. La mirada se
deleita con sus movimientos diestros y el brote festivo del agua desalojada por
la inmersión delicada de su cuerpo de piel bronceada. El sonido del chapuzón
amortiguado por la perfección de la zambullida se une al piar arbitrario de los
pájaros que pululan por las copas de los árboles. Después, tras el instante
interminable de su ausencia, el pelo mojado se pega a la perfección ósea
confundiéndose con la cabeza y la esbelta espalda de la alucinante criatura. La
muchacha se dirige hasta donde están sus ropas, blancas, inmaculadas,
impolutas. Y es entonces cuando él, arrugado en su escondite, comienza a
descubrir el tosco material del que están hechos sus zapatos, los pobres tejidos
que caen sobre su cuerpo, la distancia tan enorme que se expande a lo largo de
aquellos escasos metros.
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1 comentario:
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