viernes, 11 de octubre de 2013

... la inocencia del macedonio...

                Las agujas de los pinos este año estaban especialmente crujientes. Esa sensación de fractura sutil múltiple  siempre había agradado especialmente al muchacho, pisarlas y sentir como se quebraban bajo sus pies era una delicia. En su descabellada peripecia mental se dejaba seducir por la impresión de caminar por una superficie ornamentada con el propósito de festejar el paso mayestático de una divinidad. La augusta luz del sol se filtraba entre los pinos trazando verdaderos rayos y se percibía, alentado por el calor tardío de un otoño más benigno, el aroma intenso de las coníferas y el follaje del bosque. Podía ser el divino caudillo macedonio llamado Alejandro con sólo acercar su mano al suelo y recoger una de las espadas que el capricho de la naturaleza había forjado en el recuerdo de lo que fue una rama. Pero ahora no era el tiempo de los juegos. Él mismo se sentía crecer y experimentaba un nuevo impulso que lo apartaba de la inocencia. Por lo que tenía entendido lo que le sucedía, que él no sabía ubicar muy bien en su cuerpo, acontecía en el corazón. Quien días antes hubiera conducido un ejército invasor macedonio hacía una victoria segura, con aplomo y fuerza, mostrando orgulloso sus estandartes, ahora procuraba el máximo sigilo a sus pies y notaba como estruendos cada pisada sobre las agujas que se fracturaban con estrépito. Se aproximó a donde el azar lo había llevado unos días atrás, a donde desde ese momento no ha faltado cada tarde. Procura el hurto de su presencia la alta vegetación que ha brotado en un recodo de la alambrada. A cobijo de unos árboles y de la mirada ajena se aferra a los triángulos metálicos con cada dedo. Sus ojos se acomodan para saquear la imagen confiada del interior, tras la alambrada los movimientos distraídos y confiados alrededor de la piscina se suceden a un ritmo natural. Los párpados se expanden hasta el perímetro más amplio de su capacidad, han salido ella, la niña de piel dorada, y su cabello tan rubio, casi blanco. La mirada se deleita con sus movimientos diestros y el brote festivo del agua desalojada por la inmersión delicada de su cuerpo de piel bronceada. El sonido del chapuzón amortiguado por la perfección de la zambullida se une al piar arbitrario de los pájaros que pululan por las copas de los árboles. Después, tras el instante interminable de su ausencia, el pelo mojado se pega a la perfección ósea confundiéndose con la cabeza y la esbelta espalda de la alucinante criatura. La muchacha se dirige hasta donde están sus ropas, blancas, inmaculadas, impolutas. Y es entonces cuando él, arrugado en su escondite, comienza a descubrir el tosco material del que están hechos sus zapatos, los pobres tejidos que caen sobre su cuerpo, la distancia tan enorme que se expande a lo largo de aquellos escasos metros.    

1 comentario:

SensaCine dijo...

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