— ¿Tiene usted miedo?
— Hermosa.
— ¿Cómo dice?
— Eh… Perdón… No, no
tengo ningún miedo, ¿y usted?
— Desde luego que no a
volar. En todo caso, a veces, puedo llegar a sentir miedo de mí misma, de mis pensamientos—.
La mujer sonrió de un modo particular, como quitando trascendencia a lo aventurado
de sus palabras, y movió con gracia infinita su cabello oscuro y algo ondulado.
En ese instante a mi mente vinieron dos imágenes que se confundieron en una
idea sola. Por un lado Rita Hayworth en Gilda lanzando sus cabellos hacia atrás
e irrumpiendo luminosa en la pantalla; por otro los hermosos rasgos de Encarna,
la joven por la que había sentido una atracción pueril que me reducía a aquella
torpe estupidez paralizante. Esta mujer también tenía un lunar próximo a los
labios y unas pestañas pronunciadas por encima de unos ojos verdes, muy
hermosos, aunque era mayor que aquella, y ese excedente de experiencia pesaba
sobre sus hombros y fluctuaba en su mirada. Era muy atractiva y aún más porque
no parecía consciente de ello. Yo la había estado observando con interés antes.
Ella, ajena a mis elucubraciones, proseguía: — Lo realmente terrorífico es el
aburrimiento, ¿no cree? Disculpe la osadía, resulta tan tedioso esto de viajar
sola. Usted habrá notado que era tan solo un pretexto para conversar. Es claro
que no teme a volar, resulta evidente—. Por aquellos días, al parecer, los
aviones caían del cielo con relativa facilidad. Los noticieros estaban repletos
de noticias superfluas, excesivas y nimias relativas a una catástrofe aérea
reciente. Así que la pregunta no era tan descabellada. La mujer híbrida, mitad
Rita, mitad Encarna, me hablaba desde el conjunto de asientos del otro lado del
pasillo. En ese instante la ceñida e impoluta falda azul de la azafata se cruzó
entre nuestras miradas. Para cuando la
azafata hubo cruzado la pasajera había ocupado mágicamente el asiento más
próximo, el del pasillo. El mismo que ocupaba yo del otro lado. De este modo
sus pestañas, tipo Encarna, estaban tan próximas a mí que podía distinguir cada
pelo y como cada uno de ellos trazaba su armoniosa curva.
— Pues no, la verdad,
la muerte no me desvela por las noches— sonreí a mi vez. Por real que aquella
afirmación pudiera ser para mí, ante aquella desconocida pretendía ser también
un comentario jocoso, parejo al suyo, sobre el que insistí: — Al fin y al cabo
¿qué miedo se puede tener a morir? A veces pienso que debe ser una bendición. Leonardo
Da Vinci decía que “una vida bien usada causa una dulce muerte”, por lo que…
— “De cierto te digo
que hoy estarás conmigo en el paraíso”. Lucas, veintitrés, cuarenta y tres—. Me
interrumpió ella con solemnidad litúrgica y sin solución de continuidad se echó
a reír sonoramente. Me di cuenta entonces que debía tener cuidado, mucho
cuidado, ya que me podía enamorar de sus dientes blancos y de su encantadora sonrisa.
Al instante se justificó:
— No me haga
responsable a mí, ¿eh?, es usted el que ha empezado con las citas…—. Y de nuevo
su encantador y sonoro carcajeo se dejó oír en el habitáculo de aquel Boeing
737-800.
— Por favor dejemos el
usted— propuse—, mi nombre es Plácido.
— Por supuesto. El
mío: Nazaret.
— Muy bíblico, como su
cita. Reconozco que me está bien empleado. ¿Es usted creyente? En ese caso
estará de acuerdo con mi reflexión anterior. No se debe tener miedo a morir, acaso
¿no es una bendición? Abolido hoy el infierno por su papá Francisco ¿qué miedo
debe causarnos la muerte?
— Mi papa Francisco…
—. Una sombra repentina y gris cruzó su faz. Su rostro se ensombreció. Fue acaso
un segundo más largo que el segundo anterior. Al instante su sonrisa blanca
resurgió en el óvalo armónico de su rostro. Para entonces yo había intentado
eludir la alusión sin saber bien por qué debía hacerlo:
— Nuestro papa, el
papa de todos los cristianos… Francisco es incluso el papa de Podemos. Confieso
que yo no lo soy… en fin. No soy religioso. Y ¿usted?
En el trayecto de Faro a
Eindhoven, en el aire, allí donde radican los dioses, conocí a Nazaret, junto
al suave sonido de unos motores, entre nubes lasas, blancas y grises, frente a
un espacio puro y azul, entre idas y venidas de las personas que asistían el
vuelo y que nos traían botellitas minúsculas de licor. Yo veía estos
recipientes de juguete apoyarse en los labios de aquella extraordinaria e
intrépida mujer y adivinaba como el líquido abrasador y amable recorría su
cuello bronceado, lindo, espigado, delicioso. Hablamos. Bebimos. Era
emocionante seguir sus confesiones, sus historias, el relato de todo su
universo amplio.
Y, como ocurre sólo a veces, nos
hicimos amigos; al menos allí pusimos los cimientos de lo que vino después.
Cada vez que viajo a Ochtrup, no pocas veces, casi siempre
desde Faro, pasando por Eindhoven, no puedo dejar de pensar en esta extraordinaria
mujer que tanto ha significado en este último tramo mi vida. Tengo la falsa convicción
de haber estado con ella siempre, desde su pequeñez, conozco su historia, quizá
no la que vivió, pero sí la que quedó impresa en su memoria, ¿qué puede haber
más vívido que un recuerdo? Con frecuencia voy solo, y en silencio, y en mi
mente suenan esas canciones de Janis Joplin tan idisolublemente unidas a
Nazaret.