martes, 14 de diciembre de 2010

Ha muerto un ángel

De pequeños, cuando llovía y a la vez veíamos el sol, nos decían que había muerto un ángel. Algo así como algo bello y trágico a la vez, como un tributo a la belleza en el momento en que ésta nos abandona. Es eso exactamente lo que se respiraba en aquel aparcamiento del centro comercial. Estaba aconteciendo algo bello y triste. Y justamente por eso, al mismo tiempo que los rayos de luz encendían las líneas blancas y mojadas que señalizaban los caminos de tránsito y los distintos espacios habilitados para estacionar, unas gotas redondas, grandes, caían lentamente, espaciadas, sin violencia. Agua de lluvia limpia. Este encuentro, si hubiera habido justicia en el mundo, debió sucederse a diario durante largo tiempo. Sin embargo se iba a producir después de cuatro lustros. Ambos, bajo el peso del tiempo, se otearon en la distancia. Veinte años.


Serían las ocho y media de la mañana o quizá pasaban ocho minutos de la mitad de este día entre soleado y lluvioso. En el exterior del centro comercial había una media docena de coches. Dos de estos vehículos, aislados ambos del resto, permanecían inmóviles. Junto a cada uno de ellos una silueta humana encorvada no arrancaba a caminar. Dos personas quietas. Octogenarios.

Se olieron amarrados entre brazos. Un beso llego a la comisura anunciada de unos labios para dar paso a otro beso de otra textura, de otra forma y color. Ese beso, que era en sí mismo una aventura, se recreó, haciendo del tiempo un vidrio roto. Y las manos torpes, de gente mayor, inexpertas, recorren las espaldas con chapucera intención. Bajo las espesas ropas los cuerpos tiemblan sin que las manos digan nada. Sin embargo los labios es otra cosa, allí si se fragua el deseo de deshacerse del transcurso de los acontecimientos, sueñan con borrar de pronto veinte años de la vida general de la humanidad, ese error que ellos han estado pagando día a día.

Casi no saben qué decir.

jueves, 2 de diciembre de 2010

Diario de Almanzurbillah

Miercoles 1 de diciembre de 2010

Las últimas nubes se han deshilachado. Distintos filamentos blancos, limpios, incorpóreos, se confunden con el intenso azul. Aún conserva la tierra toda la intensidad de la lluvia, la caricia del primer sol. Los charcos reflejan tímidamente la inmensidad del cielo, recogen trozos de su grandeza ahora apacible. Y fulguran. Brillan como una miríada de ojos luminosos en mitad de la tierra oscura. Huele a humedad, a hormigas. Por alguna razón sencilla, un impulso que no precisa explicación, resulta grato pasear. Caminar y contemplar la natural inmediatez de lo conocido, admirar el hecho de que todo ha sido purificado por la lluvia.

Viernes 3 de diciembre de 2010

Más allá del vaho del vidrio identifico el amarillo grato del sol. Suena música en la radio. Se trata de una canción de las de toda la vida, de esas de las que no sabemos nada pero que tarareamos sin remedio; su melodía pegadiza y conocida me eleva el ánimo. No sé lo que dice pero se intuye la felicidad de la mujer que está detrás de esas palabras. Tuerzo en la rotonda y tomo un camino que me aleja de mi destino inicial. No sé en qué instante he tomado esa decisión, ni siquiera si he sido yo, pero el vehículo me lleva lejos de ese lugar. Ahora la persona que decide la música en la radio ha puesto una canción de Bjork: Venus as a boy. Si pudiera, en este instante, la besaría. Mi ánimo explora cimas elevadas. La tarde me fascina, parece limpia. A ambos lados de una calzada de cantos rodados y albero una hierba frondosa y de un verdor intenso conforma los dos andenes naturales de esta vía nueva, inexplorada. Lentamente el vehiculo se desliza hacia la puesta de sol. Sonrío en la soledad del habitáculo, quizá soy un cowboy. Yo siento que ese es un destino posible, un lugar cálido. He llegado a comprender que el trayecto es, en sí mismo, mi destino.