jueves, 21 de mayo de 2009

Esperando a Naim (2)

Aquella primavera anduvimos saliendo todas las tardes como dos rayos ansiosos. En un instante, igualmente iluminados, dejábamos atrás al resto de niños. Si mirábamos a nuestras espaldas, siempre sin dejar de correr, los veíamos diseminados por el camino que descendía serpenteante entre los huertos. La escuela quedaba allá, en lo alto del camino, olvidada. Torcíamos las curvas pedregosas trazadas por las escuetas tapias de piedra de los cercados con la dificultad que proponían la inercia de nuestra carrera y la hostilidad del terreno. Nuestros cuerpos, ligeros y flexibles, salvaban las consecuencias de nuestra temeridad. Esquivábamos la fatalidad, con la intrepidez de nuestra juventud, ayudados por el escaso peso de nuestras carnes. Como mucho, en algún recodo, las suelas gastadas de los zapatos se deslizaban por la tierra cubierta de pequeños cantos rodados sin que nuestra voluntad pudiera oponer resistencia. Cuando yo iba delante sentía cómo era observada por Naim y fantaseaba con la idea de que su mirada buscaba entre los calcetines y la falda mis pantorrillas doradas. Entonces yo resultaba una feliz y elegante patinadora. Si cierro los ojos puedo sentir los múltiples impactos de los diminutos guijarros.
Durante el trayecto no cruzábamos palabra alguna y eran nuestras respiraciones y sonoras pisadas las únicas contribuciones que aportábamos al sonido uniforme de la tarde. La comunicación con mi amigo era absoluta. Ambos compartiamos la certeza de nuestro destino, el secreto que hoy trae a mis labios la curva de una ligera sonrisa.